Autor: Laura Athié

El brío que brota del alma

La música es

. De eso hablaremos en la sesión 15 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. A continuación, un ejemplo de este tipo de proyectos.

La Sierra Gorda cubre parte de los estados de San Luis Potosí, Guanajuato y Querétaro. En esos caminos de nubes, avistaderos, lagunas y enramadas suenan los instrumentos y las voces del huapango arribeño. Ahí ocurren las topadas, esos míticos encuentros de músicos y versadores. Por esos senderos anduvo Eliazar Vázquez para escribir historias que reflejan un modo de convivir.

Como se consigna en el prólogo de Poetas y juglares de la Sierra Gorda. Crónicas y conversaciones (Ediciones La Rana/Conaculta, 2004): “Cuando algún trovador canta ¡Viva el huapango!, eso encierra un sentido; decir viva el huapango es decir ¡viva la tierra!, viva la memoria, viva la palabra, viva la poesía pública, vivan los viejos que guardan la memoria de las cosas del mundo, viva la capacidad de curarnos con hierbas, viva todo eso que son reservas de la viva. Tradiciones como ésta invocan propuestas civilizatorias, claves del ser de tierra, claves de la armonía con la naturaleza, con el viento, con el conocimiento, con el espacio. El huapango y la poesía decimal campesina son una manera de percibir el tránsito por el mundo; son un grito de dignidad”.

Esta aseveración se desglosa página tras página mediante los testimonios de trovadores y músicos. La suma de las voces delinea los perfiles de una tradición nutrida por la tierra y el gozo.

Don Agapito Briones, por ejemplo, describió cómo la mirada del poeta campesino tenía la obligación de abarcar el mundo: “El poeta debe abarcar en su bonanza todas las cosas. En nuestra época, cuando se empezó a hacer ‘poesía visible’, había que hablar de acontecimientos como la Segunda Guerra Mundial, de aquellas noticias que surgieron de los platillos voladores. […] Se hablaba de cuando el peón maduro ganaba 25 centavos y el joven la mitad.

Por su parte, don Juan Rodríguez entregó la receta para elaborar un buen instrumento: “Para hacer una guitarra, al tiempo de cortar la madera se necesita la luna, pero cuando se va a hacer no interviene el planeta. Como ya es madera muerta, no recibe premio ni castigo. Una guitarra ‘quinta’ está formada de dos tapas. El cedro huasteco es el propio para que el instrumento desarrolle el sonido. A la madera se le nombra de dos clases, como la humanidad: hembra y macho. Para que quede un buen instrumento se necesita madera hembra. En el mezquite, al tiempo de cortar se conoce: el macho está medio negro del corazoncito, y el otro es blanco. En el palo negro el hacha entra poco, esta macizo y cerrado; y en la hembra es más liviano, todos los árboles son así, es género y viviente.

Don Guadalupe Reyes compartió la dualidad del campesino que es poeta: “Mi primer destino fue arar la tierra, pero llevaba en la inspiración el gusto del verso. En el campo me acordaba de alguna historia y decía: ‘La voy a sacar…’ Andando con la yunta cargaba un papel o una libreta, y allí escribía lo que de pronto se me inspiraba. En sueños también llegué a hacer versos: recordaba y los apuntaba, porque si no en la mañana no tenía nada, se me escapaban”.

Don Ceferino Juárez, describe la importancia que tenían los músicos: “En el tiempo anterior la gente de los ranchos ponía más cuidado a las músicas, porque no había tanto conjunto ni tanto mar de músicas en radios, tocadiscos. Los poetas y violinistas eran una gran novedad, y por eso hasta les ponían alfombras. Por una tocada a mi padre solito le llegaron a pagar 50 pesos ‘de a caballo’, de la balanza. Era mucho dinero. Ahorita son miles, porque dicen que un peso de la balanza vale tres mil pesos. Fíjese nomás cuánto dinero. Los trataban con un cariño inmenso, casi como unos señorones. […] Y es que llegaban a informarle a la gente muchas cosas que se ignoraban, desconocidas para ellos. Como simplemente, cuando salió el cometa. [O cuando apareció] el primer automóvil y como no traía mulas no entendíamos cómo caminaba, y corríamos pensando que era el demonio”.

Quizá el espíritu del libro se concentre en la décima de don Ernesto Medina: Sé que todo en la vida se agota/ los placeres, igual que el dinero,/ pero yo, como viejo versero,/ nunca voy a aceptar mi derrota,/ pues del alma es el brío que me brota/ cual si fuese rocío matutino/ o algo bello que atento examino,/ porque siempre luché por hacerlo/ y aunque muchos no quieran creerlo/ soy el viejo cantor potosino.

En lem estamos convencidos de que la música popular es memoria, gozo y renovación.

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▪ Multicámara ▪ 18 sesiones y 5 conferencias ▪ A tu ritmo.

Esta columna fue publicada en El Popular (04.06.2018).

Escribir más allá de pensar en un libro

Entrevista con Laura Athié y Efrén Calleja Macedo, coordinadores del Centro de producción de Lecturas, Escrituras y Memorias (LEM) en “Las Reporteras”.

Muchas gracias a la La Jornada de Oriente Puebla y a Paula Carrizosa por su nota sobre la segunda edición de nuestro diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos: ¿Qué tan vasta es la escritura más allá de pensar en un libro o en un soporte material?

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Diarios, cartas y luminosos libros de recuerdos

En alguna parte anotó Kafka que la vida sólo ocurre de verdad cuando se escribe. Por ello, el diario es la memoria, el futuro y la incertidumbre. Del laberinto del diario personal hablará la poeta Marisol Robles durante la sesión 9 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos. A propósito de este tema, hoy hablamos de la escritura testimonial.

Cuando todo se ha perdido o se perderá, es decir, cuando lo único que queda es la certeza de la desaparición, sólo se es dueño de la memoria. Legar lo vivido, lo anhelado, lo perdido y lo sufrido es, en ocasiones, el único ajuste de cuentas posible con la vida. Nacen entonces los libros de recuerdos, esos esfuerzos por asentar lo que la cotidianidad diluyó.

De esos diarios tardíos y desesperados escribe Henning Mankell (1948-2015) en Moriré pero mi memoria sobrevivirá. Una reflexión personal sobre el sida (Tusquets, 2008). A caballo entre el ensayo y la crónica, el autor de la saga literaria del inspector Kurt Wallander viaja a Uganda para atestiguar los estragos causados por el síndrome de inmunodeficiencia adquirida en África. “Digo África, pero África es la suma de muchísimas regiones. Algunos países de ese continente son tan vastos como toda Europa del Este. No hay una África única, es un continente con muchas caras”, asienta el escritor sueco que también fue director del Teatro Nacional Avenida de Maputo, en Mozambique.

Entre sueños, conversaciones, recuento de temores y resignaciones brutales, Mankell da cuenta de las muchas muertes que siguen a la pérdida de un familiar. Por ejemplo, la de la infancia. Mientras la pequeña Aida siembra un árbol de mango y lo custodia como símbolo de vida, Christine, su madre sufre los efectos del sida y trata de seguir dando clases para mantener sus pequeños ingresos y alimentar a la familia de dieciséis integrantes. Como explica Christine, cuando ella muera las obligaciones familiares serán responsabilidad de Aida, “ella tendrá que convertirse en la madre de sus hermanos”.

La enfermedad es también una cuestión económica, como evalúa la misma Christine: “Las medicinas que controlan el sida cuestan exactamente el doble de lo que yo gano al mes. Claro que uno puede preguntarse si es que las medicinas son muy caras o si yo gano demasiado poco. Pero la respuesta es obvia. Siempre he podido mantener a mi familia con mi sueldo, por bajo que sea. Pero ese dinero no es suficiente para protegerme de la muerte”.

Es en casos como el de Christine, los libros de recuerdos se convierten en el único eslabón de futuro. En el testimonio de las alegrías que lograron florecer en el territorio de la muerte.

Así lo resume Mankell: “Esos libros, esos pequeños cuadernos con fotografías pegadas en sus páginas y con textos escritos por personas que apenas dominan el alfabeto, podrían convertirse en los documentos más importantes de nuestro tiempo. Cuando todos los informes, protocolos, cálculos financieros, antologías poéticas, obras de teatro, fórmulas matemáticas para la creación de robots, programas informáticos, en suma, cuando todo lo que conforma nuestras vidas y nuestra historia se haya olvidado, tal vez esos libritos, esos recuerdos dejados por personas que murieron demasiado pronto, constituyan el documento más importante de nuestro tiempo”.

Palabras para contar que una persona llora, ríe o huele a ajo; imágenes para mostrar la relación vital con la geografía: “un ser humano ante una fachada o con una plantación de bananas de fondo”.

Porque los libros de recuerdos tratan de eso: “de que los niños puedan ‘ver’ a sus padres, aunque estos hayan fallecido. El recuerdo de unas manos conservado en lo más hondo de su ser; palabras y voces que sólo vagamente pueden rememorar, como algo remoto, surgido de un sueño”.

Pero, como asienta el autor sueco, los libros de recuerdos “deberían ser totalmente inútiles. El principal objetivo de los libros de recuerdos debería ser contribuir a que, un día, dejen de ser necesarios. Nadie debe verse obligado a morir de sida y antes de tiempo. […] Pese a todo, tendrán que escribirse millones de esos libros de recuerdos. Y, naturalmente, todo el mundo debe tener derecho a hacerlo. Ningún niño abandonado, viva en un pequeño pueblo de Kampala, de China o de la India, debe llegar a la edad adulta y verse limitado por el hecho de no saber nada de sus padres. No saber nada, salvo que murieron de sida”.

En LEM sabemos que en esos libros de recuerdos también permanece la postura existencial del que se despide. Como la del hombre que le cuenta todo a sus nietos para que ellos le ayuden con la escritura del libro, pero él pone su firma y unas palabras: “vivan siempre con honradez y trabajen duro”.

¿Escribes diarios o recuerdos que deseas convertir en un libro? ¿Te gustaría transformar tus relatos en productos para tus familiares y seres queridos? ¿Quieres encontrar la manera de que tus registros diarísticos o tus memorias sirvan a otras y a otros? El diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

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Esta columna fue publicada en El Popular (24.12.2018).

Comprar, gastar y ganar en La Merced

Los espacios son consecuencia de sus temporalidades y contextos: nadie habita dos veces el mismo lugar. De ello nos hablará José Ignacio Lanzagorta García en la sesión 8 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. Para adentrarnos en este tema, compartimos la reseña de Historias de La Merced. ¡Ahí va el golpe!, memoria editorial de un espacio multitonal.

Todo mercado es jolgorio y cualquier festejo tiene su dosis de nostalgia. Eso lo saben y lo viven los comerciantes de La Merced, barrio del Centro Histórico de la Ciudad de México que por casi cien años fue la zona de venta de alimentos más importante de la metrópoli, hasta que en 1982 los mercaderes se mudaron a la Central de Abastos, en Iztapalapa.

De esos festejos y esas nostalgias trata Historias de La Merced. ¡Ahí va el golpe! (Instituto Nacional de Antropología / Xihuatl Editores / Festival de México Centro Histórico A. C., 2014). Con textos de Norma Yolanda Contla y fotografías de Susana Casarín, la obra desglosa lo perdido, lo heredado y lo defendido durante el siglo pasado en el territorio que rodea al convento de Nuestra Señora de La Merced de la Redención de los Cautivos.

Emergen las historias de los personajes populares que fundaron los arquetipos tan bien aprovechados por la cinematografía mexicana de mediados del siglo XX, como “El Palomo, cargador de La merced, [que] nunca alcanzó el nombramiento de mecapalero porque nunca reunió los fierros, la lana, vamos, el dinero suficiente para comprarse un mecapal y un cincho que le aliviaran los dolores de la espalda que le agarraban en cuanto intentaba cargar bultos grandes y pesados. Moneda que ganaba, sin remedio se quedaba en la pulquería”.

Corren los relatos de migrantes colombianos, franceses y españoles, entre otros, que se hicieron mexicanos con el trabajo, la descendencia y la instauración de comercios perdurables. Entre ellos, Gaspar González Fernández, de Rodillazo, España, quién llegó a México en 1928 y en 1930 fundó El Café Equis. Ochenta años después, Carlos González, hijo del migrante, le cuenta a Norma Yolanda Contla: “En 2004, a los noventa y dos años de edad, mi padre se retiró del negocio y yo lo compré, lo estoy restaurando respetando su estilo. Al quitarle el plafón del techo quedó descubierta una bóveda catalana original y así se va a quedar”.

Fluyen las memorias de las personas nacidas en el barrio y formadas como comerciantes a golpe de desvelos, empujones y afectos. Ángeles Sánchez es de ese linaje, desde 1930 su familia es comerciante: “A las cuatro de la mañana, cuando más se disfruta el sueño y la tibieza de la cama arrulla, yo me levantaba a terminar de cocinar el pollo con mole, papas con chorizo y otras cosas. A las siete y media en mi puesto ya estaba atendiendo a los clientes. De los camiones de carga estacionados a toda la calle, choferes, macheteros y mecapaleros al grito de ¡ahí va el golpe! se abrían paso, so pena de un buen empujón”.

Brota la palabra de quienes hicieron del espacio laboral su eje vital: “Después de tantos años —dice Francisca, originaria de Chignahuapan, Puebla— sigo con mi negocio, ahora es Paty, mi hija, la que se encarga directamente de él. Tengo ochenta y ocho años, llegué a La Merced a los maravillosos catorce y aún me sigue gustando el comercio. El tiempo se me perdió entre cientos de pacas de chiles secos sentada en una sillita limpiando, estirando, eligiendo pacientemente chile por chile, clasificándolos por su tamaño, color y clase de chile. La clientela lo sabe, por eso regresan y el mole perdura en la lista de productos de la Tienda de Pachita”.

Por supuesto, se mezclan las memorias familiares con los acontecimientos históricos. Juan Antonio, Eugenio y Alberto Migliano Maure —la tercera generación al frente de la peletería Migliano Hnos., fundada en 1827— recuerdan una historia que les contó su padre: El 20 de mayo de 1940 un comando atenta contra León Trotsky. La policía interviene. Durante la huida de los agresores, “una de las cajas de la metralleta cae del auto sin capote”. Los policías descubren el sello Peletería Migliano Hermanos en el estuche. Acuden al negocio. El señor Migliano identifica el trabajo y los dirige hacia el artesano Prisciliano Hernández, en el mercado Abelardo L. Rodríguez. Ahí, el comerciante reconoce el estuche y recuerda a quién se lo vendió: “Creo que se llama David, sí estoy seguro, se llama David Alfaro Siqueiros”. El joven es apresado. Tres meses después, otro atentado corta la vida de Trotsky.

En LEM creemos que en cada relato de Historias de La Merced. ¡Ahí va el golpe! se trenza el gozo de lo vivido con el lamento por lo extraviado y la necedad de lo reconstruido. Es decir, se hace corte de caja existencial. Quizá eso se sintetice en la frase con la que el hombre que fundó el restaurante La Corte en 1932, Juan Antonio Briones Ordiales, resumía la administración de su comercio: “Yo compré, yo gasté, yo gané. Asunto arreglado”.

¿Trabajas con relatos (auto)biográficos, testimonios o archivos? ¿Haces investigación relacionada con historias de vida? ¿Escribes perfiles periodísticos? El diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

Esta columna fue publicada en El Popular (10.12.2018).

¿Cómo reconstruir y documentar la memoria empresarial, familiar y personal?

📌  En el contexto del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos.

Gracias a Miguel Pallares y a Ideas de Negocios por esta entrevista a apropósito de la reconstrucción y documentación de la memoria empresarial, social y familiar como activo importante para el país.

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Iniciamos el 10 de abril.

Mira el video aquí: https://www.facebook.com/MxIdeasNegocios/videos/956568421545900

Memoria y cuerpo: Instrucciones para escribir sin ojos

Toda cicatriz, el aliento, algún sonito escuchado, por ejemplo, nos remite inmediatamente a esa, a ese que fuimos alguna vez. La memorria corporizada es uno de los temas del Diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos durante la sesión impartida por la dramaturga bajacaliforniana Ana Lourdes López. Esta entrada hablamos al respecto.

Mi abuelo llevaba un aparato en la oreja. Yo llevo dos lentes frente a los ojos que ocultan bajo 9 dioptrías lo que soy. Él escuchaba la mitad del mundo. Yo adivino la mitad del otro y camino sólo porque confío en la mano que me dan cuando voy a caer.

Domingo 12 de junio. Tres de la tarde. Centro histórico de la Ciudad de México.

Al bajar las escaleras en un edificio blanco de la calle Bolívar, decidí probar. Había pasado la tarde viendo fantasmas borrosos de colores, banquetas convexas y luces intermitentes en cada paso que di, hasta que cerré los ojos para sentirme una paloma mientras descendía por unas escaleras brillantes como los tubos de las probetas que usaba en la clase de Química en secundaria. El hombre que amo, varios piso arriba, me dijo que bajara otro piso.

—Baja —decía mientras me tomaba una foto—, camina varios escalones más, y yo lo hacía.

Mirándolo cada vez más borroso estiraba mi pie temeroso para bajar los escalones pensando en el miedo que deben sentir los ancianos cuando la fragilidad de su vista los tumba al suelo. Bajaba como una vieja aferrándome al barandal, preguntándome qué pasaría cuando resbalara.

Daba un paso, tres, cinco acercándome a los escalones sin ver con certeza nada más que ese blanco que tal vez uno ve cuando entra al túnel del fin de la vida para morir. Entonces recordé a mi abuelo a quien conocí tan poco, con sus aparatos para la sordera en las orejas.

Uno le decía: “Abuelo, mira esto”, y él asentía como yo hoy, sin ver, sin escuchar, en la sordera absoluta, confiando en el otro, en quien te dice, “ven”, yendo nada más por amor, sabiendo que, en este punto de la vida, cuando la vista se comienza a ir, no queda más que la intuición.

Voy perdiendo un sentido, me queda el sexto.

Ahí, parada sobre esas escaleras blancas como velo de novia, pensé: “No me quiero caer”, pero no me detuve, seguía. Con estos anteojos torpes que me engañan la vista, seguí.

Cuando me detuve en el piso dos y giré el rostro hacia arriba para que mi sonrisa saliera en la imagen de la Laura miope que se retrataría en la foto, me pregunte: “¿Qué sucederá cuando ya no vea más, ni siquiera el teclado de la computadora, ni siquiera el papel de la libreta sobre el cual trazo las letras con las que voy narrando lo que vivo y lo que soy? ¿Cómo voy a escribir cuando mis ojos se llenen de nubes y me quede ciega?”.

Desde hace meses tengo una nueva mala costumbre: si algo me interesa, hago una pausa, cierro los ojos, escucho el aleteo de alguna mosca, el sonido de un auto, el ladrido de un perro, una conversación ajena que se atraviesa frente a mí y escribo.

No tomo papel, me olvido de la pluma y comienzo a narrarme alguna historia como cuando mi madre me contaba cuentos. Me hablo en silencio, pongo la coma aquí, el punto allá. Escribo moviendo los labios como si fuera una loca que conversa sola. Con los ojos cerrados escribo, porque algún día dejaré de ver y entonces, no me quedará más que confiar en voz de quien me ama y en el sonido de sus palabras que me dicen: “ven”.

¿Quieres escribir tu autobiografía? ¿Necesitas investigar tu historia familiar? ¿Sueñas con relatar la vida de tus padres o abuelos? ¿Deseas narrar la migración de tus antepasados? El diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

Este texto fue publicado en Zona Líder (14.06.2016)

CONVERSACIÓN con Marisol Robles, poeta: “Cinco palabras para renacer”

📌  Rumbo al diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos. Una conversación con Marisol Robles, poeta, editora y presidenta de la Fundación Mario Robles Ossio.

Durante el diplomado, Marisol imparte la sesión “El laberinto del diario personal”, en la que llevará a cabo un aproximación a la topografía de la escritura íntima, esa que registra lo cotidiano y lo que trastoca.

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¿Cómo escribir sobre hechos históricos? Escritoras atrapadas en la Isla de Clipperton

La línea entre la autoficción y la realidad es difusa. ¿Qué estrategias siguen quienes se dedican a ficcionar desde la historia? Ana García Bergua, escritora mexicana multipremiada y autora del libro Isla de bobos (2014), abordará este tema durante la sesión 6 del diplomado en Memoria y discursos autobiográficos de LEM. Aquí, algo sobre la tragedia en la isla protagonista de su novela histórica.

“[…] 1:30 del mediodía de aquel 18 de junio de 1917, la lancha venció al oleaje y desembarcó en la playa de la isla de K. […] Lo que vamos a hacer será mi responsabilidad, dijo Scott. Que Dios lo perdone. Y entre los tres mandaron el cadáver de Saturnino a alimentar a los tiburones.”

Es así como inicia uno de los dos libros que narran la tragedia de un grupo de mexicanos olvidados por el gobierno de Porfirio Díaz en un atolón rodeado por tiburones, llamado por Ana María Bergua en Isla de bobos, como “Isla de K”, y conocida hoy como la Isla de Clipperton, parte de la geografía olvidada de México, localizada a 1.500 km al sureste del puerto de Acapulco. Hoy, territorio disputado por el gobierno de México y Francia.

Es justo ahí, dónde dos escritoras: Ana María Bergua, mexicana, y Laura Restrepo, colombiana, narran una tragedia. Aunque existe un tercero, escrito por la nieta de las niñas sobrevivientes a la desgracia: La tragedia de Clipperton, de María Teresa Arnaud (1982, Editorial Arguz), son estas dos novelas las que han llevado la historia a un público mayor.

Podría decirse entonces que escribir una historia basada en un hecho real, es tomar pedazos del acontecer y reconstruir lo sucedido. Pero, ¿cuál realidad es la que vemos como lectores? ¿Cómo desentrañamos y luego rearmamos eso que se nos cuenta?

En El Demócrata del 16 de diciembre de 1920, Ana García Bergua, autora del libro Isla de bobos (ERA, 2014), encuentra una nota de prensa que muestra una desgracia: tres mujeres son culpables de asesinar a un hombre de color y a partir de ahí, reconstruye una historia que la escritora colombiana Laura Restrepo contó, 25 años antes, en la novela La isla de la pasión (Alfaguara, 1989), de una manera muy distinta.

Bergua se interesa en el tema a partir de su trabajo como documentalista en Editorial Clío y decide investigar el hecho: un capitán que no logra sobresalir en el Ejército Mexicano es enviado, en plena Revolución, a defender una isla semidesierta que nadie ataca, con la promesa de recibir alimento y ayuda. Le acompañan un destacamento ingenuo compuesto de gente que se vuelve loca a fuerza de sol y abandono, y su joven mujer.

A diferencia de Restrepo, Bergua se aísla de la novela y centra su historia en los personajes. Es una observadora omnipresente que narra casi todo en capítulos mínimos. En su libro de 245 cuartilla da voz al negro asesino, a la mujer del capitán, a Porfirio Díaz y a Venustiano Carranza y rebautiza, por respeto a los deudos vivos de quienes perecieron en esa isla en donde no había nada más que guano, pájaros de patas azules y tiburones, los verdaderos nombres de la tragedia. Ella, la escritora se ve, pero a través de sus letras. Ficcionaliza la realidad a partir de sus investigaciones sobre documentos y cartas reales encontradas en el Archivo General de la Nación y avisa, en su nota final:

“Esta novela es un ficción trenzada con los hechos históricos ocurridos en la Isla de Clipperton a principios de siglo XX”.

Mientras que Laura Restrepo, en la página inicial de Isla de la pasión, advierte:“Los hechos históricos, lugares, nombres, fechas, documentos, testimonios, personajes, personas vivas y muertas que aparecen en este relato, son reales. Los detalles menores también lo son, a veces…” (Restrepo, 2015: 7).

Restrepo aborda la misma historia en una narrativa totalmente distinta: ella es personaje y camina por las calles de Orizaba hasta dar con el hotel de la alberca llena de flores en el cual se casaron el capitán y su esposa, llega a la casa de la nieta de ambos, quien conserva el único registro autobiográfico testimonial de la hija que nació, junto con su hermano, en ese pedazo de tierra inhóspito y vio cómo fueron muriendo sus habitantes de escarlatina, asesinato o como alimento de tiburón. Laura, la escritora colombiana investiga, toca puertas, deduce en una especie de Sherlock Holmes latino. En su libro de 312 páginas la escritura es amplia como el mar que rodea la desventura de sus personajes que llevan sus nombres de pila. En La Isla de la pasión ella está presente en cada capítulo, el suyo es una crónica periodística que intenta mostrar qué vivieron aquellos infortunados tras el abandono del presidente de la nación, ese personaje nacional tan polarizado entre el odio y el amor de los mexicanos: Díaz. A Restrepo no le importan los archivos, le interesa la gente. Ni ella ni Ana García Bergua conocieron a los personajes, pero ambas deben haberse preguntado cómo contar una verdad. ¿Cómo desentrañar, entonces, el porqué de la estructura de fuerzas que da pie a cada historia?

Descubrir en las narraciones sobre un mismo hecho aquello que está ausente, depende del lector y su experiencia frente a ambas obras. Asumir las verdades es una apuesta de quien decide entrar a cada historia y acepta ese pacto ficcional que ofrecen éstos o cualquier otro libro, pero en ···lem··· no nos preocupamos por eso, pues sabemos que la única manera de formarnos nuestra propia versión es dando espacio a muchas voces.

¿Quieres escribir sobre algún acontecimiento histórico de tu país o tu comunidad? ¿Necesitas investigar tu historia local? ¿Quieres contar hechos de tu historia familiar para convertirlos en algún libro, documental o producto de difusión ? El diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

Esta columna fue publicada en El Popular (12.09.2019).

Indispensable crear una narrativa histórica de género

📌 Ana García Bergua, Cristela Trejo Ortíz, Guadalupe J. Rodríguez y Laura Athié: Cuatro maestras del Diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos discuten al respecto. Muchas gracias a Angélica Mayén, muchas gracias a ella y México en tu vida por la conversación.

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¿Qué pasa con lo que nos cuentan los abuelos? Marianne, Maus y las memorias que no son nuestras

Aquellos acontecimientos que no vivimos, pero que venimos escuchando desde la infancia en voz de nuestros familiares o en los medios de comunicación, llega a formar parte de nuestras memorias. Somos capaces de emocionarnos por lo que vivieron otros sin haberlo experimentado jamás. ¿Cómo sucede ese fenómeno? Abordaré este tema en la sesión 5 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos. Aquí te doy un adelanto.

Desde niña he escuchado a mi padre contarme sobre Tlatelolco: los gritos de la gente corriendo, la sangre, los zapatos sobre los cofres de los autos estacionados, el sonido de las ametralladoras, las luces de bengala en el cielo y él ahí, testigo mudo.

Más no era ésa la única historia que solía narrarme. Estaba, por ejemplo, una de mis favoritas: la llegada de mi abuelo libanés, un niño emigrante de apenas 12 años, al puerto de Veracruz en barco, por estas fechas pero en el siglo pasado. Ninguno de dichos recuerdos es propiamente mío, pero ésos y muchos otros que he venido escuchando desde niña, indudablemente forman parte de mi memoria.

Nunca supe cómo explicar que no, que yo no había vivido eso, pero que me duele, que lo siento como en carne propia, que forma parte de mí, de lo que soy, de mi estancia en este momento en este mundo. Jamás encontré la palabra adecuada para explicar que me había apropiado de las memorias de mi padre de tal forma, que, al volver a contárselos a mi hija o al conversarlos con alguien, se me enchina la piel y me imagino ahí, con el viento de la mar en el rostro, en aquel navío, cuyo nombre no sé, en el que venía Farid, mi abuelo, y siento ganas de llorar al imaginarme tocando la puerta de la iglesia en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de Octubre de 1968, gritándole a la monjas: “¡Abran, abran, que nos están matando!” Sé, perfectamente, que ni estuve ahí, ni viví eso. Ni siquiera había nacido.

Fue hasta que conocí a Marianne Hirsh que supe cómo nombrar esos recuerdos que no son míos y que me robé, de tanto que me los han contado. Se llaman posmemorias, y son tan fuertes que forman parte de mi historia biográfica y también lo serán de la de mi hija y de sus hijos, si los llega a tener, y si seguimos narrando en las reuniones, en los viajes largos de carretera, en los museos frente a alguna muestra sobre magnicidios, exiliados y refugiados en México, o cuando hablemos de las guerras y de la gente que sale huyendo de su país para evitar la muerte.

En su tercer libro sobre el tema, The generation of postmemory. Writing and visual culture after the Holocaust (Columbia University Press, 2012), Hisrch afirma que los descendientes de víctimas sobrevivientes se conectan profundamente con las remembranzas de la generación anterior, e identifican esa conexión como una forma de memoria transferida.

Es así que sé que recuerdo gracias a la emoción que mi papá imprimió en sus historias: me conmocionó tanto, que inoculó en los hilos de mi memoria eventos mnemónicos traumáticos que eran suyos y de su padre, en una cadena generacional. Me sucedió igual que a Art Spiegelman, el creador de Maus: relato de un sobreviviente (Random House, 2013), quien narra en una espléndida y dolorosa novela ilustrada la historia de su padre durante la Segunda Guerra Mundial.

El autor, que quería saber si lo que le habían contado desde niño era verdad, comenzó a entrevistar a su envejecido padre. Vivió entonces un proceso regresivo sobre aquellos recuerdos que llevaba en su memoria sobre una guerra que no fue suya en los campos de concentración. Así, sus posmemorias fueron desentrañándose en busca de una verdad que no existe, porque nadie —y Spiegelman lo sabe— posee la versión final de los hechos vividos.

Justamente ese libro de Art —que recibió en 1992 el primer Premio Pulitzer otorgado a un cómic— fue el que se encontró Hirsch después de haber visto el documental Shoah (Claude Lanzmann, 1985) sobre el Holocausto Judío; de descubrir que los hijos guardan los recuerdos de los padres, y de confirmar que la voz de las mujeres no estaba siendo retratada en la historia humana. Entonces comenzó a investigar los álbumes fotográficos y las narraciones, acuñó el término y concluyó: las generaciones siguientes guardamos posmemorias.

En Maus, los judíos son ratones y los nazis son gatos. En mi historia de vida, los niños sirios que mueren a causa de la guerra y los jóvenes libaneses que se levantan en una nueva revolución son también mi abuelo, aquel pequeño recibido como migrante en México sin saber que era un refugiado. En •••LEM••• le seguimos el rastro a las posmemorias. Por eso, trabajamos para preservar la memoria de quienes huyen del dolor, han sobrevivido a las masacres y tienen la esperanza de una utopía posible: la paz.

Esta columna fue publicada en El Popular (17.11.2019).