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Categoría: Lecturas de la memoria

Porque somos aquello que hemos leído: la biblioteca ante el fuego que florece

Los libros son promesas de vida y reflejos afectivos. De eso platicará Felipe Garrido, escritor y promotor de lectura de largo aliento, durante la sesión 18 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. De muchas maneras, nuestra vida es también un camino por nuestras bibliotecas y lecturas. Aquí, a propósito de la novela La biblioteca en llamas, bordamos al respecto.

Un lugar común asegura que Borges dijo que siempre había imaginado el paraíso como una especie de biblioteca. Es importante la acotación “como una especie de”. Dado el carácter bifurcativo, memorioso, poético y quijotesco del autor argentino, las posibilidades son interminables. Otro lugar común hace del infierno un lugar de llamas eternas y calores abominables. Ahí se avivan las culpas, se sudan las promesas y se achicharran los falsos merecimientos. Visto así, la librería y el fuego podrían ser los extremos del bienestar y el castigo; la memoria y el olvido; la fe y la incredulidad; Ítaca y la renuncia.

De la unión de estos opuestos trata La biblioteca en llamas (Planeta, 2019), de Susan Orlean, crónica que sobre los rieles de lo detectivesco y lo biográfico persigue la identidad del hombre que inició el incendio de la Biblioteca Pública de Los Ángeles el 29 de abril de 1986. Así, la autora reconstruye los diversos momentos del suceso: el fuego, el agua, el humo, el pasmo, la reacción, los apoyos, la investigación, las sospechas, los traumas, las valentías, los retornos y lo irrecuperable.

Como investigadora, Orlean hurga en la vida del principal sospechoso y rescata las emociones de quienes vivieron —desde múltiples ámbitos— la tragedia del millón de libros quemados; las reacciones institucionales, políticas y ciudadanas; las personalidades que se involucraron para rescatar lo posible de los libros húmedos tras el trabajo de los bomberos; el vasto espectro de actividades cotidianas de la biblioteca y, especialmente, el poder de ese espacio para convocar, recibir y acoger a personas de todo tipo.

Por su parte, la lectora —esa misma que investiga el acontecimiento histórico— navega por los mares de su historia familiar para visibilizar la biblioteca como un referente existencial. Primero, como un destino compartido durante la infancia con su madre, una mujer que hacía del viaje a los libros una aventura íntima, amorosa, dialogante y continua. Después, como la síntesis de lo que rechazaba mientras daba forma a su individualidad: si sus padres nunca compraban libros —porque todo estaba en la biblioteca—, ella preferiría las librerías y haría una rutina del placer de comprar las lecturas. Finalmente, como madre de un estudiante que al elegir un servidor público sobre el cual escribir su tarea, opta por un bibliotecario. No es el viaje del héroe de Campbell, pero se le parece bastante.

Así, la pinza narrativa sostiene el relato que teje la historia del edificio —motivo de afectos y desafectos en todas las gradaciones—, los sueños cinematográficos de Harry Peak —otro gambusino actoral en Los Ángeles—, las siete horas del fuego —que llegó a registrar mil grados centígrados—, y el desdén internacional ante la tragedia libresca: el mismo día del incendio, el mundo se enteró de que había explotado un reactor de la Central eléctrica nuclear memorial V. I. Lenin, en Chernóbil, Ucrania, que era parte de la entonces Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.

Así resume Orlean la postura informativa planetaria: “El accidente nuclear de Chernóbil copó las páginas de todos los periódicos del mundo a excepción del Pravda, que trató la cuestión muy sucintamente y que, sin embargo, se las apañó para llevar a cabo una amplia cobertura del incendio en la Biblioteca Central”. Pravda —la verdad, en ruso— fue de 1918 a 1991 el medio de comunicación oficial del Partido Comunista. Acorde con el espíritu de la Guerra Fría, cada bando optoópor mirar la tragedia del oponente.

Entre las historias que Susan Orlean hace confluir en La biblioteca en llamas, una de ellas merece ser retomada aquí. Tiene que ver, por supuesto con Ray Bradbury, quien “no podía permitirse pagar un estudio, pero sabía de un sótano en la Biblioteca Powell de UCLA donde alquilaban máquinas de escribir a diez centavos la hora. Se le ocurrió que sería una especie de curiosa simetría escribir un libro sobre la quema de libros en una biblioteca. En cosa de nueve días, tecleando en la UCLA, Bradbury le puso punto final a El bombero, que había acabado convirtiéndose en una novela corta. Gastó nueve dólares con ochenta centavos en el alquiler de la máquina de escribir”. Para darle un nombre adecuado a su nueva obra, el escritor llamó al jefe del Departamento de Bomberos de Los Ángeles y le preguntó a qué temperatura ardía el papel. La respuesta se convirtió en el título: Fahrenheit 451.

En LEM creemos que la biblioteca es una “especie de” milpa de palabras posibles. Por ello, vale la pena cerrar con un fragmento del poema “Fuego que florece”, de Wildernain Villegas, poeta maya: Las palabrassean semillas que mueran en el polvoy resuciten con el rocío de tus manos// Los versos/ gotas de maíz para cultivar tu nombreen la llanura fértil del lenguajey crezcan espigasalimenten a las nubesmaduren mazorcasy viertan sílabas fecundas en el canto.

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Esta columna fue publicada en El Popular (05.09.2019).

Cuando los bisabuelos llegan por correo electrónico

Los secretos familiares son innumerables y el tiempo escaso. Por ello, en la sesión 17 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM, Javier Eusebio Sanchiz Ruiz, especialista en Ciencias Genealógicas, nos proporcionará herramientas para encontrar lo extraviado en el trayecto familiar. A propósito del tema genealógico, compartimos esta reseña.

El pasado habita el hoy, siempre está presente, en capas cruzadas por el lenguaje desbocado, la memoria personal, el rememorar colectivo, los afectos suprimidos y las posibilidades latentes. El pasado es ahora, ocurre fuera de nuestra voluntad y, de pronto, arriba para obligarnos a ocupar parte de nuestro futuro en la reconstrucción de lo acontecido. Esto ocurre, por ejemplo, a través del e-mail, ese brazo de la realidad on-line que, cual replicante, acumula las textualidades vivenciales de su espejo off-line.

Puede ser, digamos, que un periodista interesado en la nota roja abre en Buenos Aires su buzón electrónico y encuentra un correo de su padre (ese pasado en permanente actualización) titulado “Tu bisabuelo” (aquel antier detrás de la bruma existencial). Después de abrir el mensaje y activar un vínculo web, el personaje lee un artículo escrito 62 años atrás y firmado por su bisabuelo: Mijl Hacohen Sinay: “Las primeras víctimas judías de Moisés Ville”.

Entonces, el periodista se ve invadido por el padre que trae de la memoria al abuelo que en 1947 reporteó cómo entre 1889 y 1906 los gauchos criollos asesinaron en la provincia de Santa Fe a 22 judíos ucranianos que formaban parte de las familias llegadas a Argentina para escapar del pogromo ruso.

 ¿Qué hace entonces el cronista aquella noche de 2009 frente a su computadora? Se avienta al océano de las evocaciones y persigue las palabras del abuelo, los devenires de su propia familia, las vidas de los muertos, la historia de los judíos en Argentina, los retazos biográficos, los errores existenciales acumulados en todas las direcciones geográficas y cronológicas. Intenta, en resumen, lograr una carambola multidimensional a tres bandas para hacer literatura y rehacer vida.

Durante los cuatro años siguientes Javier Sinay, el bisnieto cronista, tropieza de un dato a otro y, finalmente, publica Los crímenes de Moisés Ville: una historia de gauchos y judíos (Tusquets, 2016), cuya trama recorre los vericuetos de la investigación periodística, la reflexión identitaria, los deslaves hemerográficos, las ficciones históricas y los olvidos colectivos.

En el camino, el escritor mezcla los encuentros con quienes resguardan la memoria documental -pese a todos los contratiempos y todas las carencias- y los desesperados intentos por darle el mínimo orden biográfico a las víctimas.

En el primer caso, el trayecto inicia en “la vieja casona del Museo Judío de Buenos Aires”, donde transcurre el siguiente diálogo: “-¿Que? te trae por acá?? -pregunta, con cierto regocijo. Yo me quiero ocultar, incómodo, pero no hay dónde. -Estoy haciendo una investigación -digo. Cuanto menos, mejor. Pienso en una excusa. Tengo que inventar una historia, tengo que salir al paso. Pero ella me gana de mano. -¿Una investigación sobre qué?? -Sobre… sobre una serie de crímenes. Que hubo. En la colonia de Moisés Ville. -Ah… -y su sonrisa es ahora irreprochable. Pero adivino, por debajo, cierta inquietud”.

En el caso de la reconstrucción biográfica, el cronista persigue la figura grupal de las 129 familias que -tras una serie de peripecias que incluyó engaños transnacionales y decepciones locales- llegaron en 1889 a Argentina en el barco Wesser: “Solo cuando los miembros de la muy caballeresca Congregación Israelita de la Republica Argentina los contactaron con uno de sus socios, los rusos supieron que estaban frente a un nuevo camino. El nuevo hombre, que se llamaba Pedro Palacios, poseía campos en la provincia de Santa Fe y les ofrecía una pequeña parte de sus cien mil hectáreas en la que todo estaba por hacerse. Una comisión de gringos firmo? con él un primer contrato el 28 de agosto de 1889. El boleto especificaba que cada lote de 25 hectáreas se pagaría en tres anualidades, con un ocho por ciento de interés por año. Los colonos podían recibir hasta 50 hectáreas, además de los medios de vida y las herramientas para la primera cosecha”.

Entre la actualidad de Buenos Aires y la realidad desteñida de finales del siglo XIX, se extravían los nombres, se acumulan las muertes y surgen los personajes acordes con tal historia, como un detective de libros.

Pero volvamos al principio para establecer que el brevísimo encabezado del correo electrónico que detonó la investigación -“Tu bisabuelo”- es bisnieto de la frase que inauguró —también en Argentina— el género que hoy se llama de no ficción: “Hay un fusilado que vive”. De ahí nació Operación masacre, de Rodolfo Walsh. Este bisnieto indirecto es un buen integrante de dicha tradición. En LEM celebramos estos parentescos.

¿Te gustaría escribir la historia de tu familia? ¿Necesitas encontrar datos e información familiar para reconstruirla? Trabajas con relatos (auto)biográficos, testimonios o archivos? ¿Haces investigación relacionada con historias de vida? El Diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

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Esta columna fue publicada en El Popular (17.09.2018).

Elsa Medina, el fotografiar de la memoria

El trayecto entre el ojo que atrapa una imagen y la memoria de lo que hemos van de la mano. Elsa Medina, fotógrafa mexicana multipremiada e ícono del fotoperiodismo en Mexico, nos hablará de ello en la sesión 16 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. Aquí un acercamiento a su obra y trayectoria

Elsa Medina cursó estudios de fotografía y diseño en la Universidad Iberoamericana y en la San Diego State University. Fue alumna del maestro Nacho López. Se desempeñó como fotógrafa en el periódico La Jornada. Sus fotografías se ha publicado en numerosas publicaciones. Cuenta con múltiples exposiciones individuales y colectivas en América y Europa. Entre sus reportajes especiales, destacan los desarrollados en Guatemala, Nicaragua y Haití. Premio Nacional de Periodismo por Trayectoria Periodística 2018. Reconocimiento al Mérito Fotográfico por el Instituto Nacional de Antropología e Historia 2015. Reconocimiento a la trayectoria dentro del Festival Internacional de la Imagen 2014. Ha sido parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

En esta entrevista con Cuartoscuro, Elsa Medina repasa su trayectoria y los proyectos actuales de la fotógrafa. Se menciona, por supuesto, la época mítica en La Jornada: https://cuartoscuro.com/revista/elsa-medina-y-la-memoria

En este video se abordan los enfoques y las perspectivas de la fotógrafa: https://www.youtube.com/watch?v=vrajEpFznJ8

En todas las familias nacen libros: El sabor de las abuelas

El libro es un objeto de memoria, un testimonio y, muchas veces, una reivindicación de trayectos, saberes y épicas familiares, empresariales, comunitarias y de salvaguarda del patrimonio inmaterial. De eso hablaremos en la sesión 15 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. A continuación, un ejemplo de este tipo de proyectos.

Hay tres certezas compartidas por la mayoría de las familias: las abuelas son los personajes emblemáticos para el resguardo de la historia; el espacio epicéntrico de los recuerdos es la cocina, y el universo del pasado se abre cada vez que los aromas y los sabores nos parecen familiares. Por ello, si queremos saber quiénes somos, de dónde venimos y cómo hemos construido nuestra identidad, basta pensar en el acertado título editorial De cómo cocinaban las abuelas (Tejedora de historias-Landucci, 2013).

Aquí, 29 personas recuerdan a sus respectivas abuelas -y dos abuelos- para compartir historias de migración, anécdotas familiares y recetas. Por lo tanto, este es un recetario que narra y, a la vez, un libro de crónicas para cocinar. Eso somos, historias y sabores.

En alguna parte, Manuel Vázquez Montalbán escribió -o dijo o pensó a través de Pepe Carvalho- que comer es una necesidad biológica, pero cocinar es un acto cultural; quizá también él enunció que la humanidad es la única especie que habla de comidas previas y futuras mientras comparte los alimentos del presente. Ambas afirmaciones son las alas del mismo pájaro, el de la memoria. Somos lo que hemos comido y lo que hemos vivido mientras comemos. Por eso las abuelas son el tótem de cada tribu: el antepasado visible que confirma el paso de la familia por la historia monumental y la historia afectiva. La abuela ha visto el ascenso y la caída de los grandes nombres; es ella quien anuda la red filial de encuentros y desencuentros. En torno a su fuego se congregan los idos y los que están por llegar, y nosotros, los testigos de su encantamiento.

En De cómo cocinaban las abuelas los trazos biográficos abarcan generaciones viajes, extravíos, amores, desolaciones, complicidades y vínculos gastronómicos.

Dice, por ejemplo, Mireya Vladiu de su abuela Libertad Ródenas: “Nunca se casó por alguna ley que no fuera la del amor y los compromisos personales, pues vivió en unión libre con mi abuelo José desde que se conocieron hasta su muerte. […] No sé si haya tenido amores ajenos a mi abuelo, pero cuentan que tuvo muchos admiradores, entre ellos un poeta sindicalista que le dedicaba versos”.

Cuenta Ana Mónica Ávila de su abuela: “El año pasado festejamos sus 75 años, eligió hacer una fiesta ‘Blanco y Negro’ como baile de colegialas de los años cincuenta. Se le veía radiante, ufana, como cuando le digo cualquier domingo a la hora de comer: Macana, quiero otro plato de tus alubias mientras me dices que estamos igual de locas y me cuentas cómo es que nunca aprendiste a hacer pasteles”.

Arcelia Serrano Vargas explica cómo deben cocerse las tortillas, de acuerdo con la enseñanza de su abuela Antonia: “Si no se esponja es porque no la tortillaste bien; si la volteas antes de tiempo, le va a faltar cocimiento; si la volteas después de tiempo, se seca. Debes esperar a que se dore la panza, que no se queme pero que tampoco salga cruda, porque el sabor no es el mismo. Si le falta, sabe a masa; si le sobra, sabe a humo”.

La abuela Josefina es recordada así por Laura Aguirre Lass de Lamont: “La primera imagen que tengo de mi abuela es en la cocina, comiendo clandestinamente arroz con leche metido en un bolillo; de pie, cocinando mole de olla, adobo, sopa o puchero de res, o sentada aporreando la masa, enharinado el palote para aplastar las tortillas”.

Cada historia es acompañada de una receta. Hay entradas y guarniciones, sopas y pastas, platos fuertes, piezas para acompañar y postres.

De cómo cocinaban las abuelas es un guiso de varios ingredientes: Laura Athié, la Tejedora de historias, convocó a escribir las historias de migración y gastronomía de las abuelas; 28 nietos de México, Estados Unidos, Chile y Argentina escribieron; los textos se editaron respetando la intención y el lenguaje de los autores; se hizo un trabajo de ilustración y se diseñó. En pocos meses se agotó la primera edición. Durante 2013, la editorial Landucci publicó la segunda edición, actualmente en todas las librerías.

¿Quieres escribir tu autobiografía? ¿Necesitas investigar tu historia familiar? ¿Sueñas con relatar la vida de tus padres o abuelos? ¿Deseas narrar la migración de tus antepasados? El diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

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Esta columna fue publicada en El Popular (11.06.2018).

Hay tantas escrituras en el aire como ondas radiofónicas sobre los territorios

Entre las muchas vías de transmisión y florecimiento para memorias comunitarias, la radiodifusión ocupa un lugar significativo. De esa raigambre radiofónica hablará Manuel Espinosa Sainos durante la sesión 14 del diplomado en Memoria y discursos autobiográficos de LEM. En lo que acontece esta clase del poeta, traductor y productor de radio totonaco, compartimos aquí una lectura relacionada.

Como bien expresa el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, “No hay lenguas sin pueblos”. Por eso, más que defensores, las lenguas indígenas mexicanas necesitan hablantes, escritores, lectores, traductores, editores, maestros, estudiantes, intelectuales, publicaciones, audiovisuales… presencia activa en todos los ámbitos.

A la par de las diversas posturas institucionales —y, en muchos casos, a grandes distancias de ellas—, los escritores en lenguas originarias de México protagonizan una admirable vitalidad creadora. Con esta marea literaria vienen las interrogantes individuales y colectivas sobre las traducciones entre los propios idiomas indígenas, los referentes de la crítica en ciernes, las deconstrucciones de los procesos autorales, las vías para posicionar un catálogo de géneros propios, el peso de la autoría como postura política y las iniciativas para ensanchar las rutas de difusión y distribución.

Todo esto, por supuesto, incluye la necesidad de que en las librerías la poesía y la novela en lenguas indígenas, por mencionar dos géneros, pasen de la sección de antropología a la de literatura.

En este contexto, durante la última década se ha consolidado una dualidad editorial: la creación en lenguas originarias que se traduce al español, y la traducción a idiomas indígenas de obras inicialmente escritas en español u otros lenguajes. En el segundo caso, si bien predominan los esfuerzos por traducir los clásicos nacionales e internacionales, también hay propuestas de obras bilingües desde su origen. En este campo sobresale Escribir en el aire / Ts’ìib ti’ iik’ (Ediciones Uache, 2013), escrito por Monique Zepeda, traducido al maya por Fidencio Briseño Chel e ilustrado por Juanjo Güitrón.

Esta historia, dirigida al público infantil, cuenta la historia de una niña que, por abundancia de pensamientos, es olvidadiza: a veces escucha tanto lo que piensa ella misma que se le olvidan los encargos. Así que cada recorrido a la tienda está marcado por la preocupación de quedarle mal a su abuela y la alegría de redescubrir el mundo en cada mirada.

Sucede que además de sus pensamientos, la niña -como todas las personas- es habitada por las memorias propias y ajenas. Con sus pasos camina la historia –las historias- del mundo que le precedió, los misterios del espacio que habita, las transformaciones en el cielo y las dudas de su edad.

Así que, a pesar de su esfuerzo por darle a su pensamiento el recto camino de la repetición de la lista de cosas a comprar en la tienda de doña Cirila —semillas hierbas, cerillos…—, la niña es distraída por los atractivos del paisaje, los recuerdos familiares y los misterios inmediatos: las hormigas, los colorines, la pequeña puerta de la tienda, las historias de su abuela, los mitos, las anécdotas con sus amigos, la piedra que tiene arrugas, las nubes que parecen listones, la hierba y, al finalizar el camino, la angustia del olvido.

¿Qué hacer para recordar? La niña no encuentra respuesta. De pronto, como si lo hubiera visto escrito en el aire ¡aparecen las palabras adecuadas! A gran velocidad, con lentitud, entre aplausos, con sacudidas de manos, mediante chasquidos, brincando, levantando las rodillas, con taconazos y zapateando, la pequeña compradora redacta en el aire la lista de compras que le encargó su abuela. Ha encontrado su propio lenguaje, su escritura mnemotécnica.

En LEM estamos convencidos de que hay muchas personas escribiendo en el aire para que las palabras aparezcan en el momento adecuado: los autores en lenguas indígenas, las editoriales que apuestan por visibilizar la literatura mexicana plurilingüe, los investigadores que rastrean cronologías, los maestros bilingües que resisten en sus trincheras, los jóvenes que cantan en sus idiomas originarios, los narradores orales que comparten relatos. Así, todos ellos se oponen a que se rompa el hilo de la memoria. Lo cual nos da pretexto para finalizar con “Papalote”, de la poeta maya Briceida Cuevas Cob: El recuerdo/ es un papalote./ Poco a poco le sueltas,/ disfrutas su vuelo./ En lo más alto/ se rompe el hilo de tu memoria/ y te sientas a presenciar cómo lo posee la distancia.

Así se lee en maya: K’a’asaje’báaxal tuch’bil ju’un ku xik’nal.Teech choolik junjump’itil,ki’imak a wóol tu xik’nal.Ken jach ka’anchake’ku téep’el u súumil a k’ajlaye’ka kutal a cha’ant u páayk’abta’al tumen náachil.

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Esta columna fue publicada en El Popular (05.09.2019).

Dar testimonio es escribirle una carta a la sombra

Efrén Calleja Macedo | Codirector de LEM

efren@lemmexico.com

¿Cómo relatar la memoria desde la pérdida, el dolor o la desesperanza?, ¿con qué palabras enunciar el desgarramiento? A estas preguntas responderá Guadalupe Judith Rodríguez Rodríguez en la sesión 13 del del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. Çomo un acercamiento al tema, compartimos la reseña de El olvido que seremos, un memorial narrativo.

En la reconstrucción de la memoria familiar, más allá del anecdotario, se cruzan la desolación de la pérdida y el deseo de lo imposible. Por ello, documentar los acontecimientos filiales siempre implica buscar presencias, perseguir sensaciones y remediar dolores —o intentarlo.

Esto es visible en un párrafo demoledor de Héctor Abad Faciolince que explica el origen de El olvido que seremos (Alfaguara, 2018): “Como niño yo quería algo imposible: que mi padre no se muriera nunca. Como escritor quise hacer algo igual de imposible: que mi padre resucitara. Si hay personajes ficticios —hechos de palabras— que siempre estarán vivos, ¿no es posible que una persona real siga viva si la convertimos en palabras? Eso quise hacer con mi padre muerto: convertirlo en alguien tan vivo y tan real como un personaje ficticio”.

Con este objetivo, Abad Faciolince escribe la historia que comienza en la casa donde vivían “diez mujeres, un niño y un señor”. El niño —él— “amaba al señor, su padre, sobre todas las cosas. Lo amaba más que a Dios”.

Y el señor, su padre, le correspondía, entre otras cosas, enseñándole a escribir para evitar que se sintiera ridículo o risible, y al celebrar las cartas infantiles “como si fueran las epístolas de Séneca u obras maestras de la literatura”.

En este vínculo de palabras se sustenta la necesidad de recuperar la biografía del médico colombiano que explicaba así su cruzada existencial: “La medicina no se aprende solamente en los hospitales […], sino también en la calle, en los barrios, dándonos cuenta de por qué y de qué se enferman las personas”.

Al paso de los años, este lazo alfabético entre padre e hijo —siempre rodeado y afectado por la vida familiar y la realidad colombiana— se transforma en la motivación vital de quien se convertirá en uno de los más importantes escritores y periodistas colombianos contemporáneos: “Cuando me doy cuenta de lo limitado que es mi talento para escribir […] recuerdo la confianza que mi papá tenía en mí. […] Creo que el único motivo por el que he sido capaz de seguir escribiendo todos estos años, y de entregar mis escritos a la imprenta, es porque sé que mi papá habría gozado más que nadie al leer todas estas páginas mías que no alcanzó a leer. Que no leerá nunca. Es una de las paradojas más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra”.

A lo largo de El olvido que seremos la realidad familiar y nacional es desgarrada por la violencia que también toma la letra para informar futuros asesinatos. Como este anuncio del lunes 24 de agosto de 1987: “Héctor Abad Gómez: Presidente del Comité de Derechos Humanos en Antioquia. Médico auxiliador de guerrilleros, falso demócrata, peligroso por simpatía popular para elección de alcaldes en Medellín. Idiota útil del pcc-up”.

Lo demás es el dolor, el remordimiento, la revisión de lo no acontecido, la sublimación de posibilidades, la certeza del olvido que seremos: “Sobreviviremos por unos frágiles años, todavía, después de muertos, en la memoria de otros, pero también esa memoria personal, con cada instante que pasa, está siempre más cerca de desaparecer. Los libros son un simulacro de recuerdo, una prótesis para recordar, un intento desesperado por hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente finito”.

En aras de incentivar y fortalecer esos intentos por “hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente finito”, en lem tendremos durante el 28 y el 29 de abril el taller Crónica para reconstruirnos, impartido por Magali Tercero, la extraordinaria cronista que cuenta entre sus reconocimientos con los premios Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez (fil, 2010) y de Excelencia Periodística en crónica (sip, 2007). El objetivo de este curso es aportar herramientas para que las personas pongan en practica la crónica al reconstruir historias significativas para ellas, sus familias o sus comunidades. Es decir, para escribir la indispensable carta a la sombra.

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Esta columna fue publicada en El Popular (23.04.2018).

El miedo a la empatía

La violencia trenza memorias, biografías y perspectivas. De ello nos hablará Óscar Martínez durante la sesión 12 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. Como adelanto de su experiencia, compartimos la reseña de Crónicas desde la región más violenta, libro que recopila trabajos publicados en  periódico digital El Faro.net, donde Martínez es jefe de redacción.

Si entender es comprender el sentido de los acontecimientos, es casi imposible interpretar la violencia, ¿cómo darle lógica al sinsentido de la injuria, el desgarro, la desolación, el llanto y los rencores? ¿Cómo pasar de las ocho columnas (o el tuitazo visceral o la publicación del copia y pega o la repetición de las injurias o la réplica instintiva) al discernimiento sin caer en el cinismo?

Si entender es descifrar el código de la causalidad, es casi una utopía aspirar a decodificar el caos de la crueldad que se cierne día tras día y destroza familias, comunidades y naciones. ¿Qué racionalidad pueden tener las muertes, los incendios, las mantas, los desplazamientos, las mutilaciones, los gobiernos paralelos, la explotación inhumana de la pobreza?

Si entender es asimilar, es casi inviable pensar en la posibilidad de digerir las tragedias que se acumulan en las calles, los hogares, las carreteras, los hospitales y las fronteras. ¿Con qué criterios podrían jerarquizarse las motivaciones, los métodos, las consecuencias o las ausencias que enlutan a tantas personas en tantos lugares?

A pesar de eso, esforzarse por comprender es uno de los caminos para pasar del anonadamiento a la exigencia de políticas públicas adecuadas, la demanda de cuerpos policiales capacitados, el reclamo de estrategias pertinentes y el requerimiento de instituciones sustentadas en la prevención y la investigación.

Así, para aspirar a entender la violencia en el triángulo norte de Centroamérica, una de las esquinas más homicidas del planeta, el equipo de Sala Negra —la sección de investigación de violencia— del periódico digital El Faro compiló 23 extraordinarios relatos que muestran las virtudes del periodismo de profundidad, ese que se cuece a fuego lento, con paciencia, tejiendo versiones, visitando el lugar de los hechos, husmeando detrás del escándalo cotidiano y, especialmente, estableciendo conversaciones en la mayor cantidad de frentes.

Como una gran panorámica, Crónicas desde la región más violenta (Debate, 2019), busca respuestas a las preguntas globales: ¿Qué es la Mara Salvatrucha 13? ¿Qué es el Barrio 18? ¿Cómo extienden su poder local? ¿Qué vínculos hay entre las “sucursales” de cada país? ¿Son tan poderosas en Estados Unidos como argumenta Donald Trump cuando las utiliza como ejemplo del mal que viene del sur? ¿De qué huyen los que en caravana o por su cuenta cruzan la región? ¿Hacen algo las autoridades ante la barbarie cotidiana que miles enfrentan? ¿Cada cuánto se anuncian nuevos sistemas penitenciarios que nunca se materializan? ¿En qué condiciones trabajan los cuerpos policiacos?

En esa búsqueda, los relatos dan voz a los que se suman a las pandillas porque no hay nada más a lo que inscribirse; los que mueren porque son unos números o unas letras más en la espiral de enconos locales o trasnacionales; los que matan porque toca matar y nunca tocó aprender otra cosa; los que sobreviven como apestados y sin protección real; los que visten uniforme en horas de trabajo y se convierten en exterminadores cuando el polvorín interno les estalla; los que no pueden huir de la mala fama nacional; los que nacen condenados a ser carne de cañón; los que pagan cuotas para no perder la vida; los que ponen el pecho policial sin chaleco antibalas, y los que dicen, como doña Deidamia, en Milán, Italia: “Lo que uno quisiera, y lo digo con el corazón en la mano, es que nuestra gente ya no migre para acá”.

De alguna manera, el siguiente fragmento de “Harry, el policía matapandilleros”, de Daniel Valencia Caravantes, resume las 544 páginas de Crónicas. Después de denigrar a un pandillero para mostrar su poder, el policía le pregunta al cronista: “¿Se siente rico, veá?”. El periodista anota: “Pero se siente miedo. Miedo a que el pandillero pierda por completo el miedo, que ya comenzaba a escurrírsele por la mirada brava, encabronado porque Harry, empoderado, lo sometió en su propia casa y frente a un extraño. Se siente miedo. Miedo a la empatía por el pandillero humillado y miedo a la empatía por Harry. Se siente miedo. Miedo a pensar que quizá nunca encontremos otra fórmula más que escuchar al Harry Matapandilleros que llevamos dentro para erradicar a las pandillas”.

En LEM esperamos que sea posible encontrar otras fórmulas para que los gobiernos, las instancias judiciales y los cuerpos policiacos se esfuercen por comprender las múltiples variables que alimentan la violencia, como el abandono social, la falta de oportunidades y la falta de solidez institucional, entre otras. Urge.

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Esta columna fue publicada en El Popular (21.12.2019).

La crudeza de voltear la cara

En el archivo habitan las revelaciones, lo inesperado, aquello que sustenta los rumores o derrumba las verdades oficiales. El archivo documenta. De estas características hablará Carlos Pérez Osorio durante la sesión 11 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. Como ejemplo de este proceso, compartimos la reseña de la novela Un hombre de confianza.

 “Revisando documentos, entrevistas, memorias, no dejo de preguntarme cómo fue que ocurrió la guerra sucia. Por qué, salvo un pequeño grupo de familiares de desaparecidos, nadie más protestó. Por qué no lo hicieron todos. Cómo los militares, los policías y los políticos se prestaron a ese juego de lo siniestro: un país en calma, mientras se arrojaban cuerpos al mar”, se pregunta Fabrizio Mejía Madrid, justo a la mitad de su novela Un hombre de confianza (Grijalbo, 2015). Páginas adelante, ejemplifica lo que significa la guerra sucia: “Listas recientes, recopiladas por el comité mexicano de familiares de presos desaparecidos, contienen cuatrocientos setenta nombres de personas desaparecidas desde 1972. Estas listas no incluyen a numerosos campesinos de zonas remotas, que, según informes, han corrido la misma suerte, aunque nadie ha hablado de ellos”.

A partir del secuestro de Fernando Gutiérrez Barrios, ocurrido el 9 de diciembre de 1977, Fabrizio Mejia, ficciona los días de cautiverio del hombre que pasó de capitán en el ejército mexicano a integrante de la Dirección Federal de Seguridad —la policía secreta—, instancia que encabezó a lo largo del sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, de 1964 a 1970.

Los días de encierro de Gutiérrez Barrios son convertidos por el autor en recuentos de la actividad gubernamental durante las dos décadas de la guerra sucia: los sesenta y los setenta. En este recorrido, el novelista pasa de las acciones personales a las estrategias gubernamentales. Ese vaivén traza una sinécdoque nacional. Una idea de país. Un ideario de la petrificación.

Así, cuando el secuestrado escucha ruidos y piensa en las ratas, recuerda a Miguel Nazar Haro y su gusto por el uso de estos animales para torturar durante los “interrogatorios”. Después, el panorama general: “El nuevo secretario de la Defensa, Hermenegildo Cuenca Díaz, envía a Guerrero a la tercera parte del ejército y declara a la prensa:

”—Es en apoyo de los vacacionistas

”Se realizarán catorce campañas militares en Guerrero. Buscan a la guerrilla de Lucio Cabañas y la de Genaro Vázquez Rojas. Si no los encuentran, secuestran y torturan a sus familiares”.

Todo, en aras de alcanzar, a cualquier costo, la aspiración que enuncia a principio de los setenta el secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia: “El presidente quiere paz”.

Quizá es la paz de los sepulcros. Por ello, el novelista hace pensar a su personaje secuestrado: “Después de todo, México era un país que nunca cuantificaba a sus muertos. ¿Cuántos en Tlatelolco? ¿Cuántos el 10 de junio de 1971? ¿Cuántos guerrilleros? ¿Cuántos estudiantes? ¿Cuántas mujeres? Sólo las muertes de gente pública eran relevantes. Las demás son los fantasmas de Juan Rulfo”.

Esos fantasmas eran —y son— hijos, esposos, hermanas, primos… Como Jesús Piedra Ibarra, desaparecido en 1974 y acusado de ser parte de la Liga Comunista 23 de septiembre. Su madre, Rosario Ibarra de Piedra, quien peregrina por las páginas de Un hombre de confianza, fundó en 1977 el Comité Pro Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos (Comité ¡Eureka!).

Justo después de establecer la pregunta con la que inicia esta reseña, el novelista aventura una idea: “mientras la violencia no llegue a tu casa, lo que pase afuera da más o menos igual. Si tu casa está pulcra, que haya basura en la esquina es problema de alguien más. ¿Quién era ese alguien más? Los que ‘se metían en política’, los que leían libros ‘subversivos’, los escuchaban discos de ‘la nueva trova’, los que ‘andaban de revoltosos en lugar de ponerse a trabajar’”.

Mientras esos otros son víctimas de la paz gubernamental, en la novela aparecen los grandes personajes: Fidel Castro, Lee Harvey Oswald, los políticos, los presidentes, los candidatos, los generales, las agencias de investigación nacionales y extranjeras… esos entes que habitan las efemérides y los brindis, esos nombres que protagonizan la cronología oficial de la historia nacional.

En LEM sabemos que hay otras memorias de este país. Y creemos, con Fabrizio Mejia Madrid, que “quien no se plantea la existencia del mal da el primer paso hacia él. Hay algo crudo en esa actitud: la libertad de no saber, de no enterarse, de voltear la cara”.

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Esta columna fue publicada en El Popular (03.03.2019).

El brío que brota del alma

La música es

. De eso hablaremos en la sesión 15 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. A continuación, un ejemplo de este tipo de proyectos.

La Sierra Gorda cubre parte de los estados de San Luis Potosí, Guanajuato y Querétaro. En esos caminos de nubes, avistaderos, lagunas y enramadas suenan los instrumentos y las voces del huapango arribeño. Ahí ocurren las topadas, esos míticos encuentros de músicos y versadores. Por esos senderos anduvo Eliazar Vázquez para escribir historias que reflejan un modo de convivir.

Como se consigna en el prólogo de Poetas y juglares de la Sierra Gorda. Crónicas y conversaciones (Ediciones La Rana/Conaculta, 2004): “Cuando algún trovador canta ¡Viva el huapango!, eso encierra un sentido; decir viva el huapango es decir ¡viva la tierra!, viva la memoria, viva la palabra, viva la poesía pública, vivan los viejos que guardan la memoria de las cosas del mundo, viva la capacidad de curarnos con hierbas, viva todo eso que son reservas de la viva. Tradiciones como ésta invocan propuestas civilizatorias, claves del ser de tierra, claves de la armonía con la naturaleza, con el viento, con el conocimiento, con el espacio. El huapango y la poesía decimal campesina son una manera de percibir el tránsito por el mundo; son un grito de dignidad”.

Esta aseveración se desglosa página tras página mediante los testimonios de trovadores y músicos. La suma de las voces delinea los perfiles de una tradición nutrida por la tierra y el gozo.

Don Agapito Briones, por ejemplo, describió cómo la mirada del poeta campesino tenía la obligación de abarcar el mundo: “El poeta debe abarcar en su bonanza todas las cosas. En nuestra época, cuando se empezó a hacer ‘poesía visible’, había que hablar de acontecimientos como la Segunda Guerra Mundial, de aquellas noticias que surgieron de los platillos voladores. […] Se hablaba de cuando el peón maduro ganaba 25 centavos y el joven la mitad.

Por su parte, don Juan Rodríguez entregó la receta para elaborar un buen instrumento: “Para hacer una guitarra, al tiempo de cortar la madera se necesita la luna, pero cuando se va a hacer no interviene el planeta. Como ya es madera muerta, no recibe premio ni castigo. Una guitarra ‘quinta’ está formada de dos tapas. El cedro huasteco es el propio para que el instrumento desarrolle el sonido. A la madera se le nombra de dos clases, como la humanidad: hembra y macho. Para que quede un buen instrumento se necesita madera hembra. En el mezquite, al tiempo de cortar se conoce: el macho está medio negro del corazoncito, y el otro es blanco. En el palo negro el hacha entra poco, esta macizo y cerrado; y en la hembra es más liviano, todos los árboles son así, es género y viviente.

Don Guadalupe Reyes compartió la dualidad del campesino que es poeta: “Mi primer destino fue arar la tierra, pero llevaba en la inspiración el gusto del verso. En el campo me acordaba de alguna historia y decía: ‘La voy a sacar…’ Andando con la yunta cargaba un papel o una libreta, y allí escribía lo que de pronto se me inspiraba. En sueños también llegué a hacer versos: recordaba y los apuntaba, porque si no en la mañana no tenía nada, se me escapaban”.

Don Ceferino Juárez, describe la importancia que tenían los músicos: “En el tiempo anterior la gente de los ranchos ponía más cuidado a las músicas, porque no había tanto conjunto ni tanto mar de músicas en radios, tocadiscos. Los poetas y violinistas eran una gran novedad, y por eso hasta les ponían alfombras. Por una tocada a mi padre solito le llegaron a pagar 50 pesos ‘de a caballo’, de la balanza. Era mucho dinero. Ahorita son miles, porque dicen que un peso de la balanza vale tres mil pesos. Fíjese nomás cuánto dinero. Los trataban con un cariño inmenso, casi como unos señorones. […] Y es que llegaban a informarle a la gente muchas cosas que se ignoraban, desconocidas para ellos. Como simplemente, cuando salió el cometa. [O cuando apareció] el primer automóvil y como no traía mulas no entendíamos cómo caminaba, y corríamos pensando que era el demonio”.

Quizá el espíritu del libro se concentre en la décima de don Ernesto Medina: Sé que todo en la vida se agota/ los placeres, igual que el dinero,/ pero yo, como viejo versero,/ nunca voy a aceptar mi derrota,/ pues del alma es el brío que me brota/ cual si fuese rocío matutino/ o algo bello que atento examino,/ porque siempre luché por hacerlo/ y aunque muchos no quieran creerlo/ soy el viejo cantor potosino.

En lem estamos convencidos de que la música popular es memoria, gozo y renovación.

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Esta columna fue publicada en El Popular (04.06.2018).

Diarios, cartas y luminosos libros de recuerdos

En alguna parte anotó Kafka que la vida sólo ocurre de verdad cuando se escribe. Por ello, el diario es la memoria, el futuro y la incertidumbre. Del laberinto del diario personal hablará la poeta Marisol Robles durante la sesión 9 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos. A propósito de este tema, hoy hablamos de la escritura testimonial.

Cuando todo se ha perdido o se perderá, es decir, cuando lo único que queda es la certeza de la desaparición, sólo se es dueño de la memoria. Legar lo vivido, lo anhelado, lo perdido y lo sufrido es, en ocasiones, el único ajuste de cuentas posible con la vida. Nacen entonces los libros de recuerdos, esos esfuerzos por asentar lo que la cotidianidad diluyó.

De esos diarios tardíos y desesperados escribe Henning Mankell (1948-2015) en Moriré pero mi memoria sobrevivirá. Una reflexión personal sobre el sida (Tusquets, 2008). A caballo entre el ensayo y la crónica, el autor de la saga literaria del inspector Kurt Wallander viaja a Uganda para atestiguar los estragos causados por el síndrome de inmunodeficiencia adquirida en África. “Digo África, pero África es la suma de muchísimas regiones. Algunos países de ese continente son tan vastos como toda Europa del Este. No hay una África única, es un continente con muchas caras”, asienta el escritor sueco que también fue director del Teatro Nacional Avenida de Maputo, en Mozambique.

Entre sueños, conversaciones, recuento de temores y resignaciones brutales, Mankell da cuenta de las muchas muertes que siguen a la pérdida de un familiar. Por ejemplo, la de la infancia. Mientras la pequeña Aida siembra un árbol de mango y lo custodia como símbolo de vida, Christine, su madre sufre los efectos del sida y trata de seguir dando clases para mantener sus pequeños ingresos y alimentar a la familia de dieciséis integrantes. Como explica Christine, cuando ella muera las obligaciones familiares serán responsabilidad de Aida, “ella tendrá que convertirse en la madre de sus hermanos”.

La enfermedad es también una cuestión económica, como evalúa la misma Christine: “Las medicinas que controlan el sida cuestan exactamente el doble de lo que yo gano al mes. Claro que uno puede preguntarse si es que las medicinas son muy caras o si yo gano demasiado poco. Pero la respuesta es obvia. Siempre he podido mantener a mi familia con mi sueldo, por bajo que sea. Pero ese dinero no es suficiente para protegerme de la muerte”.

Es en casos como el de Christine, los libros de recuerdos se convierten en el único eslabón de futuro. En el testimonio de las alegrías que lograron florecer en el territorio de la muerte.

Así lo resume Mankell: “Esos libros, esos pequeños cuadernos con fotografías pegadas en sus páginas y con textos escritos por personas que apenas dominan el alfabeto, podrían convertirse en los documentos más importantes de nuestro tiempo. Cuando todos los informes, protocolos, cálculos financieros, antologías poéticas, obras de teatro, fórmulas matemáticas para la creación de robots, programas informáticos, en suma, cuando todo lo que conforma nuestras vidas y nuestra historia se haya olvidado, tal vez esos libritos, esos recuerdos dejados por personas que murieron demasiado pronto, constituyan el documento más importante de nuestro tiempo”.

Palabras para contar que una persona llora, ríe o huele a ajo; imágenes para mostrar la relación vital con la geografía: “un ser humano ante una fachada o con una plantación de bananas de fondo”.

Porque los libros de recuerdos tratan de eso: “de que los niños puedan ‘ver’ a sus padres, aunque estos hayan fallecido. El recuerdo de unas manos conservado en lo más hondo de su ser; palabras y voces que sólo vagamente pueden rememorar, como algo remoto, surgido de un sueño”.

Pero, como asienta el autor sueco, los libros de recuerdos “deberían ser totalmente inútiles. El principal objetivo de los libros de recuerdos debería ser contribuir a que, un día, dejen de ser necesarios. Nadie debe verse obligado a morir de sida y antes de tiempo. […] Pese a todo, tendrán que escribirse millones de esos libros de recuerdos. Y, naturalmente, todo el mundo debe tener derecho a hacerlo. Ningún niño abandonado, viva en un pequeño pueblo de Kampala, de China o de la India, debe llegar a la edad adulta y verse limitado por el hecho de no saber nada de sus padres. No saber nada, salvo que murieron de sida”.

En LEM sabemos que en esos libros de recuerdos también permanece la postura existencial del que se despide. Como la del hombre que le cuenta todo a sus nietos para que ellos le ayuden con la escritura del libro, pero él pone su firma y unas palabras: “vivan siempre con honradez y trabajen duro”.

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Esta columna fue publicada en El Popular (24.12.2018).