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Mes: marzo 2021

Elsa Medina, el fotografiar de la memoria

El trayecto entre el ojo que atrapa una imagen y la memoria de lo que hemos van de la mano. Elsa Medina, fotógrafa mexicana multipremiada e ícono del fotoperiodismo en Mexico, nos hablará de ello en la sesión 16 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. Aquí un acercamiento a su obra y trayectoria

Elsa Medina cursó estudios de fotografía y diseño en la Universidad Iberoamericana y en la San Diego State University. Fue alumna del maestro Nacho López. Se desempeñó como fotógrafa en el periódico La Jornada. Sus fotografías se ha publicado en numerosas publicaciones. Cuenta con múltiples exposiciones individuales y colectivas en América y Europa. Entre sus reportajes especiales, destacan los desarrollados en Guatemala, Nicaragua y Haití. Premio Nacional de Periodismo por Trayectoria Periodística 2018. Reconocimiento al Mérito Fotográfico por el Instituto Nacional de Antropología e Historia 2015. Reconocimiento a la trayectoria dentro del Festival Internacional de la Imagen 2014. Ha sido parte del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

En esta entrevista con Cuartoscuro, Elsa Medina repasa su trayectoria y los proyectos actuales de la fotógrafa. Se menciona, por supuesto, la época mítica en La Jornada: https://cuartoscuro.com/revista/elsa-medina-y-la-memoria

En este video se abordan los enfoques y las perspectivas de la fotógrafa: https://www.youtube.com/watch?v=vrajEpFznJ8

En todas las familias nacen libros: El sabor de las abuelas

El libro es un objeto de memoria, un testimonio y, muchas veces, una reivindicación de trayectos, saberes y épicas familiares, empresariales, comunitarias y de salvaguarda del patrimonio inmaterial. De eso hablaremos en la sesión 15 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. A continuación, un ejemplo de este tipo de proyectos.

Hay tres certezas compartidas por la mayoría de las familias: las abuelas son los personajes emblemáticos para el resguardo de la historia; el espacio epicéntrico de los recuerdos es la cocina, y el universo del pasado se abre cada vez que los aromas y los sabores nos parecen familiares. Por ello, si queremos saber quiénes somos, de dónde venimos y cómo hemos construido nuestra identidad, basta pensar en el acertado título editorial De cómo cocinaban las abuelas (Tejedora de historias-Landucci, 2013).

Aquí, 29 personas recuerdan a sus respectivas abuelas -y dos abuelos- para compartir historias de migración, anécdotas familiares y recetas. Por lo tanto, este es un recetario que narra y, a la vez, un libro de crónicas para cocinar. Eso somos, historias y sabores.

En alguna parte, Manuel Vázquez Montalbán escribió -o dijo o pensó a través de Pepe Carvalho- que comer es una necesidad biológica, pero cocinar es un acto cultural; quizá también él enunció que la humanidad es la única especie que habla de comidas previas y futuras mientras comparte los alimentos del presente. Ambas afirmaciones son las alas del mismo pájaro, el de la memoria. Somos lo que hemos comido y lo que hemos vivido mientras comemos. Por eso las abuelas son el tótem de cada tribu: el antepasado visible que confirma el paso de la familia por la historia monumental y la historia afectiva. La abuela ha visto el ascenso y la caída de los grandes nombres; es ella quien anuda la red filial de encuentros y desencuentros. En torno a su fuego se congregan los idos y los que están por llegar, y nosotros, los testigos de su encantamiento.

En De cómo cocinaban las abuelas los trazos biográficos abarcan generaciones viajes, extravíos, amores, desolaciones, complicidades y vínculos gastronómicos.

Dice, por ejemplo, Mireya Vladiu de su abuela Libertad Ródenas: “Nunca se casó por alguna ley que no fuera la del amor y los compromisos personales, pues vivió en unión libre con mi abuelo José desde que se conocieron hasta su muerte. […] No sé si haya tenido amores ajenos a mi abuelo, pero cuentan que tuvo muchos admiradores, entre ellos un poeta sindicalista que le dedicaba versos”.

Cuenta Ana Mónica Ávila de su abuela: “El año pasado festejamos sus 75 años, eligió hacer una fiesta ‘Blanco y Negro’ como baile de colegialas de los años cincuenta. Se le veía radiante, ufana, como cuando le digo cualquier domingo a la hora de comer: Macana, quiero otro plato de tus alubias mientras me dices que estamos igual de locas y me cuentas cómo es que nunca aprendiste a hacer pasteles”.

Arcelia Serrano Vargas explica cómo deben cocerse las tortillas, de acuerdo con la enseñanza de su abuela Antonia: “Si no se esponja es porque no la tortillaste bien; si la volteas antes de tiempo, le va a faltar cocimiento; si la volteas después de tiempo, se seca. Debes esperar a que se dore la panza, que no se queme pero que tampoco salga cruda, porque el sabor no es el mismo. Si le falta, sabe a masa; si le sobra, sabe a humo”.

La abuela Josefina es recordada así por Laura Aguirre Lass de Lamont: “La primera imagen que tengo de mi abuela es en la cocina, comiendo clandestinamente arroz con leche metido en un bolillo; de pie, cocinando mole de olla, adobo, sopa o puchero de res, o sentada aporreando la masa, enharinado el palote para aplastar las tortillas”.

Cada historia es acompañada de una receta. Hay entradas y guarniciones, sopas y pastas, platos fuertes, piezas para acompañar y postres.

De cómo cocinaban las abuelas es un guiso de varios ingredientes: Laura Athié, la Tejedora de historias, convocó a escribir las historias de migración y gastronomía de las abuelas; 28 nietos de México, Estados Unidos, Chile y Argentina escribieron; los textos se editaron respetando la intención y el lenguaje de los autores; se hizo un trabajo de ilustración y se diseñó. En pocos meses se agotó la primera edición. Durante 2013, la editorial Landucci publicó la segunda edición, actualmente en todas las librerías.

¿Quieres escribir tu autobiografía? ¿Necesitas investigar tu historia familiar? ¿Sueñas con relatar la vida de tus padres o abuelos? ¿Deseas narrar la migración de tus antepasados? El diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

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Esta columna fue publicada en El Popular (11.06.2018).

Hay tantas escrituras en el aire como ondas radiofónicas sobre los territorios

Entre las muchas vías de transmisión y florecimiento para memorias comunitarias, la radiodifusión ocupa un lugar significativo. De esa raigambre radiofónica hablará Manuel Espinosa Sainos durante la sesión 14 del diplomado en Memoria y discursos autobiográficos de LEM. En lo que acontece esta clase del poeta, traductor y productor de radio totonaco, compartimos aquí una lectura relacionada.

Como bien expresa el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas, “No hay lenguas sin pueblos”. Por eso, más que defensores, las lenguas indígenas mexicanas necesitan hablantes, escritores, lectores, traductores, editores, maestros, estudiantes, intelectuales, publicaciones, audiovisuales… presencia activa en todos los ámbitos.

A la par de las diversas posturas institucionales —y, en muchos casos, a grandes distancias de ellas—, los escritores en lenguas originarias de México protagonizan una admirable vitalidad creadora. Con esta marea literaria vienen las interrogantes individuales y colectivas sobre las traducciones entre los propios idiomas indígenas, los referentes de la crítica en ciernes, las deconstrucciones de los procesos autorales, las vías para posicionar un catálogo de géneros propios, el peso de la autoría como postura política y las iniciativas para ensanchar las rutas de difusión y distribución.

Todo esto, por supuesto, incluye la necesidad de que en las librerías la poesía y la novela en lenguas indígenas, por mencionar dos géneros, pasen de la sección de antropología a la de literatura.

En este contexto, durante la última década se ha consolidado una dualidad editorial: la creación en lenguas originarias que se traduce al español, y la traducción a idiomas indígenas de obras inicialmente escritas en español u otros lenguajes. En el segundo caso, si bien predominan los esfuerzos por traducir los clásicos nacionales e internacionales, también hay propuestas de obras bilingües desde su origen. En este campo sobresale Escribir en el aire / Ts’ìib ti’ iik’ (Ediciones Uache, 2013), escrito por Monique Zepeda, traducido al maya por Fidencio Briseño Chel e ilustrado por Juanjo Güitrón.

Esta historia, dirigida al público infantil, cuenta la historia de una niña que, por abundancia de pensamientos, es olvidadiza: a veces escucha tanto lo que piensa ella misma que se le olvidan los encargos. Así que cada recorrido a la tienda está marcado por la preocupación de quedarle mal a su abuela y la alegría de redescubrir el mundo en cada mirada.

Sucede que además de sus pensamientos, la niña -como todas las personas- es habitada por las memorias propias y ajenas. Con sus pasos camina la historia –las historias- del mundo que le precedió, los misterios del espacio que habita, las transformaciones en el cielo y las dudas de su edad.

Así que, a pesar de su esfuerzo por darle a su pensamiento el recto camino de la repetición de la lista de cosas a comprar en la tienda de doña Cirila —semillas hierbas, cerillos…—, la niña es distraída por los atractivos del paisaje, los recuerdos familiares y los misterios inmediatos: las hormigas, los colorines, la pequeña puerta de la tienda, las historias de su abuela, los mitos, las anécdotas con sus amigos, la piedra que tiene arrugas, las nubes que parecen listones, la hierba y, al finalizar el camino, la angustia del olvido.

¿Qué hacer para recordar? La niña no encuentra respuesta. De pronto, como si lo hubiera visto escrito en el aire ¡aparecen las palabras adecuadas! A gran velocidad, con lentitud, entre aplausos, con sacudidas de manos, mediante chasquidos, brincando, levantando las rodillas, con taconazos y zapateando, la pequeña compradora redacta en el aire la lista de compras que le encargó su abuela. Ha encontrado su propio lenguaje, su escritura mnemotécnica.

En LEM estamos convencidos de que hay muchas personas escribiendo en el aire para que las palabras aparezcan en el momento adecuado: los autores en lenguas indígenas, las editoriales que apuestan por visibilizar la literatura mexicana plurilingüe, los investigadores que rastrean cronologías, los maestros bilingües que resisten en sus trincheras, los jóvenes que cantan en sus idiomas originarios, los narradores orales que comparten relatos. Así, todos ellos se oponen a que se rompa el hilo de la memoria. Lo cual nos da pretexto para finalizar con “Papalote”, de la poeta maya Briceida Cuevas Cob: El recuerdo/ es un papalote./ Poco a poco le sueltas,/ disfrutas su vuelo./ En lo más alto/ se rompe el hilo de tu memoria/ y te sientas a presenciar cómo lo posee la distancia.

Así se lee en maya: K’a’asaje’báaxal tuch’bil ju’un ku xik’nal.Teech choolik junjump’itil,ki’imak a wóol tu xik’nal.Ken jach ka’anchake’ku téep’el u súumil a k’ajlaye’ka kutal a cha’ant u páayk’abta’al tumen náachil.

¿Trabajas con relatos (auto)biográficos, testimonios o archivos? ¿Haces investigación relacionada con historias de vida? ¿Escribes perfiles periodísticos? El diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

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Esta columna fue publicada en El Popular (05.09.2019).

Dar testimonio es escribirle una carta a la sombra

Efrén Calleja Macedo | Codirector de LEM

efren@lemmexico.com

¿Cómo relatar la memoria desde la pérdida, el dolor o la desesperanza?, ¿con qué palabras enunciar el desgarramiento? A estas preguntas responderá Guadalupe Judith Rodríguez Rodríguez en la sesión 13 del del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. Çomo un acercamiento al tema, compartimos la reseña de El olvido que seremos, un memorial narrativo.

En la reconstrucción de la memoria familiar, más allá del anecdotario, se cruzan la desolación de la pérdida y el deseo de lo imposible. Por ello, documentar los acontecimientos filiales siempre implica buscar presencias, perseguir sensaciones y remediar dolores —o intentarlo.

Esto es visible en un párrafo demoledor de Héctor Abad Faciolince que explica el origen de El olvido que seremos (Alfaguara, 2018): “Como niño yo quería algo imposible: que mi padre no se muriera nunca. Como escritor quise hacer algo igual de imposible: que mi padre resucitara. Si hay personajes ficticios —hechos de palabras— que siempre estarán vivos, ¿no es posible que una persona real siga viva si la convertimos en palabras? Eso quise hacer con mi padre muerto: convertirlo en alguien tan vivo y tan real como un personaje ficticio”.

Con este objetivo, Abad Faciolince escribe la historia que comienza en la casa donde vivían “diez mujeres, un niño y un señor”. El niño —él— “amaba al señor, su padre, sobre todas las cosas. Lo amaba más que a Dios”.

Y el señor, su padre, le correspondía, entre otras cosas, enseñándole a escribir para evitar que se sintiera ridículo o risible, y al celebrar las cartas infantiles “como si fueran las epístolas de Séneca u obras maestras de la literatura”.

En este vínculo de palabras se sustenta la necesidad de recuperar la biografía del médico colombiano que explicaba así su cruzada existencial: “La medicina no se aprende solamente en los hospitales […], sino también en la calle, en los barrios, dándonos cuenta de por qué y de qué se enferman las personas”.

Al paso de los años, este lazo alfabético entre padre e hijo —siempre rodeado y afectado por la vida familiar y la realidad colombiana— se transforma en la motivación vital de quien se convertirá en uno de los más importantes escritores y periodistas colombianos contemporáneos: “Cuando me doy cuenta de lo limitado que es mi talento para escribir […] recuerdo la confianza que mi papá tenía en mí. […] Creo que el único motivo por el que he sido capaz de seguir escribiendo todos estos años, y de entregar mis escritos a la imprenta, es porque sé que mi papá habría gozado más que nadie al leer todas estas páginas mías que no alcanzó a leer. Que no leerá nunca. Es una de las paradojas más tristes de mi vida: casi todo lo que he escrito lo he escrito para alguien que no puede leerme, y este mismo libro no es otra cosa que la carta a una sombra”.

A lo largo de El olvido que seremos la realidad familiar y nacional es desgarrada por la violencia que también toma la letra para informar futuros asesinatos. Como este anuncio del lunes 24 de agosto de 1987: “Héctor Abad Gómez: Presidente del Comité de Derechos Humanos en Antioquia. Médico auxiliador de guerrilleros, falso demócrata, peligroso por simpatía popular para elección de alcaldes en Medellín. Idiota útil del pcc-up”.

Lo demás es el dolor, el remordimiento, la revisión de lo no acontecido, la sublimación de posibilidades, la certeza del olvido que seremos: “Sobreviviremos por unos frágiles años, todavía, después de muertos, en la memoria de otros, pero también esa memoria personal, con cada instante que pasa, está siempre más cerca de desaparecer. Los libros son un simulacro de recuerdo, una prótesis para recordar, un intento desesperado por hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente finito”.

En aras de incentivar y fortalecer esos intentos por “hacer un poco más perdurable lo que es irremediablemente finito”, en lem tendremos durante el 28 y el 29 de abril el taller Crónica para reconstruirnos, impartido por Magali Tercero, la extraordinaria cronista que cuenta entre sus reconocimientos con los premios Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez (fil, 2010) y de Excelencia Periodística en crónica (sip, 2007). El objetivo de este curso es aportar herramientas para que las personas pongan en practica la crónica al reconstruir historias significativas para ellas, sus familias o sus comunidades. Es decir, para escribir la indispensable carta a la sombra.

¿Trabajas con relatos (auto)biográficos, testimonios o archivos? ¿Haces investigación relacionada con historias de vida? ¿Escribes perfiles periodísticos? El diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

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Esta columna fue publicada en El Popular (23.04.2018).

Abren un diplomado para construir proyectos personales y colectivos desde la memoria y la escritura

Paula Carrizosa, La Jornada de Oriente. Cultura

Para que la memoria no solo sea observar el pasado, sino que sea un ejercicio que permita mirar en retrospectiva, evaluar y construir un futuro desde diversos campos del conocimiento, se ofrece el segundo diplomado Memoria y discursos autobiográficos 2021. 

Organizado por el Centro de producción de Lecturas, Escrituras y Memorias (LEM), espacio con tres años de trayectoria en Puebla coordinado por Laura Athié y Efrén Calleja, el programa busca ahondar en los procesos de la memoria y el recuerdo; en lo personal, lo heredado y lo habitado; en lo íntimo, lo sonoro y lo violentado; en la ausencia física y en las tramas que hacen posible la construcción personal. 

A realizarse de abril a diciembre, en cinco módulos, 18 sesiones y cinco conferencias, el diplomado cuenta con la guía de especialistas de diversos ámbitos: Leonor Arfuch, Óscar Martínez, Leila Guerriero, Elsa Medina, Carlos Pérez Osorio, Joumana Haddad, Ana García Bergua, Victoria Pérez, Felipe Garrido, Adela Hernández, Sarah Corona, Javier Sanchiz Ruíz, Cristela Trejo Ortiz, Marisol Robles, Ana Lourdes López, Manuel Espinoza Sainos, Zazil Collins, Guadalupe Rodríguez y José Ignacio Lanzagorta…

Lee la nota aquí: https://www.lajornadadeoriente.com.mx/puebla/diplomado-memoria-y-escritura/?fbclid=IwAR3zh_8AUsmxOy105OYXxA2328tpEQlINx-Up9ZjyBjI7TCenL3W_hyIqUU

El miedo a la empatía

La violencia trenza memorias, biografías y perspectivas. De ello nos hablará Óscar Martínez durante la sesión 12 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. Como adelanto de su experiencia, compartimos la reseña de Crónicas desde la región más violenta, libro que recopila trabajos publicados en  periódico digital El Faro.net, donde Martínez es jefe de redacción.

Si entender es comprender el sentido de los acontecimientos, es casi imposible interpretar la violencia, ¿cómo darle lógica al sinsentido de la injuria, el desgarro, la desolación, el llanto y los rencores? ¿Cómo pasar de las ocho columnas (o el tuitazo visceral o la publicación del copia y pega o la repetición de las injurias o la réplica instintiva) al discernimiento sin caer en el cinismo?

Si entender es descifrar el código de la causalidad, es casi una utopía aspirar a decodificar el caos de la crueldad que se cierne día tras día y destroza familias, comunidades y naciones. ¿Qué racionalidad pueden tener las muertes, los incendios, las mantas, los desplazamientos, las mutilaciones, los gobiernos paralelos, la explotación inhumana de la pobreza?

Si entender es asimilar, es casi inviable pensar en la posibilidad de digerir las tragedias que se acumulan en las calles, los hogares, las carreteras, los hospitales y las fronteras. ¿Con qué criterios podrían jerarquizarse las motivaciones, los métodos, las consecuencias o las ausencias que enlutan a tantas personas en tantos lugares?

A pesar de eso, esforzarse por comprender es uno de los caminos para pasar del anonadamiento a la exigencia de políticas públicas adecuadas, la demanda de cuerpos policiales capacitados, el reclamo de estrategias pertinentes y el requerimiento de instituciones sustentadas en la prevención y la investigación.

Así, para aspirar a entender la violencia en el triángulo norte de Centroamérica, una de las esquinas más homicidas del planeta, el equipo de Sala Negra —la sección de investigación de violencia— del periódico digital El Faro compiló 23 extraordinarios relatos que muestran las virtudes del periodismo de profundidad, ese que se cuece a fuego lento, con paciencia, tejiendo versiones, visitando el lugar de los hechos, husmeando detrás del escándalo cotidiano y, especialmente, estableciendo conversaciones en la mayor cantidad de frentes.

Como una gran panorámica, Crónicas desde la región más violenta (Debate, 2019), busca respuestas a las preguntas globales: ¿Qué es la Mara Salvatrucha 13? ¿Qué es el Barrio 18? ¿Cómo extienden su poder local? ¿Qué vínculos hay entre las “sucursales” de cada país? ¿Son tan poderosas en Estados Unidos como argumenta Donald Trump cuando las utiliza como ejemplo del mal que viene del sur? ¿De qué huyen los que en caravana o por su cuenta cruzan la región? ¿Hacen algo las autoridades ante la barbarie cotidiana que miles enfrentan? ¿Cada cuánto se anuncian nuevos sistemas penitenciarios que nunca se materializan? ¿En qué condiciones trabajan los cuerpos policiacos?

En esa búsqueda, los relatos dan voz a los que se suman a las pandillas porque no hay nada más a lo que inscribirse; los que mueren porque son unos números o unas letras más en la espiral de enconos locales o trasnacionales; los que matan porque toca matar y nunca tocó aprender otra cosa; los que sobreviven como apestados y sin protección real; los que visten uniforme en horas de trabajo y se convierten en exterminadores cuando el polvorín interno les estalla; los que no pueden huir de la mala fama nacional; los que nacen condenados a ser carne de cañón; los que pagan cuotas para no perder la vida; los que ponen el pecho policial sin chaleco antibalas, y los que dicen, como doña Deidamia, en Milán, Italia: “Lo que uno quisiera, y lo digo con el corazón en la mano, es que nuestra gente ya no migre para acá”.

De alguna manera, el siguiente fragmento de “Harry, el policía matapandilleros”, de Daniel Valencia Caravantes, resume las 544 páginas de Crónicas. Después de denigrar a un pandillero para mostrar su poder, el policía le pregunta al cronista: “¿Se siente rico, veá?”. El periodista anota: “Pero se siente miedo. Miedo a que el pandillero pierda por completo el miedo, que ya comenzaba a escurrírsele por la mirada brava, encabronado porque Harry, empoderado, lo sometió en su propia casa y frente a un extraño. Se siente miedo. Miedo a la empatía por el pandillero humillado y miedo a la empatía por Harry. Se siente miedo. Miedo a pensar que quizá nunca encontremos otra fórmula más que escuchar al Harry Matapandilleros que llevamos dentro para erradicar a las pandillas”.

En LEM esperamos que sea posible encontrar otras fórmulas para que los gobiernos, las instancias judiciales y los cuerpos policiacos se esfuercen por comprender las múltiples variables que alimentan la violencia, como el abandono social, la falta de oportunidades y la falta de solidez institucional, entre otras. Urge.

¿Trabajas con relatos (auto)biográficos, testimonios o archivos? ¿Haces investigación relacionada con historias de vida? ¿Escribes perfiles periodísticos? El diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

Conoce nuestro programa aquí: https://lemmexico.com/mda2

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Esta columna fue publicada en El Popular (21.12.2019).

Mujer y memoria; recuperar la escritura y la calle

Por: Virginia Bautista

Gracias a Excélsior por su gran nota sobre nuestro diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos.

Aquí puedes conocer el programa completo 👉https://lemmexico.com/mda2/

Esta iniciativa busca motivar que “cada persona tome su lugar en la historia y deje escuchar su propia voz, para que no haya una versión única de la realidad”, explica la comunicóloga Laura Athié en entrevista con Excélsior.

La codirectora de LEM detalla que la mujer puede ocupar un lugar en la memoria levantando la voz, saliendo a la calle a tomar los espacios, a resignificarlos, siendo un cuerpo político y también escribiendo sus testimonios.

Multicámara – 18 clases y 5 conferencias – A tu ritmo

Lee la nota completa aquí: https://m.excelsior.com.mx/expresiones/mujer-y-memoria-recuperar-la-escritura-y-la-calle/1436402?fbclid=IwAR2hLLGds3AdVGzcLZ5oTkUgcDtnB7U-McYlIHwBKXCs_ncE5qgjq9abnKg

La crudeza de voltear la cara

En el archivo habitan las revelaciones, lo inesperado, aquello que sustenta los rumores o derrumba las verdades oficiales. El archivo documenta. De estas características hablará Carlos Pérez Osorio durante la sesión 11 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. Como ejemplo de este proceso, compartimos la reseña de la novela Un hombre de confianza.

 “Revisando documentos, entrevistas, memorias, no dejo de preguntarme cómo fue que ocurrió la guerra sucia. Por qué, salvo un pequeño grupo de familiares de desaparecidos, nadie más protestó. Por qué no lo hicieron todos. Cómo los militares, los policías y los políticos se prestaron a ese juego de lo siniestro: un país en calma, mientras se arrojaban cuerpos al mar”, se pregunta Fabrizio Mejía Madrid, justo a la mitad de su novela Un hombre de confianza (Grijalbo, 2015). Páginas adelante, ejemplifica lo que significa la guerra sucia: “Listas recientes, recopiladas por el comité mexicano de familiares de presos desaparecidos, contienen cuatrocientos setenta nombres de personas desaparecidas desde 1972. Estas listas no incluyen a numerosos campesinos de zonas remotas, que, según informes, han corrido la misma suerte, aunque nadie ha hablado de ellos”.

A partir del secuestro de Fernando Gutiérrez Barrios, ocurrido el 9 de diciembre de 1977, Fabrizio Mejia, ficciona los días de cautiverio del hombre que pasó de capitán en el ejército mexicano a integrante de la Dirección Federal de Seguridad —la policía secreta—, instancia que encabezó a lo largo del sexenio de Gustavo Díaz Ordaz, de 1964 a 1970.

Los días de encierro de Gutiérrez Barrios son convertidos por el autor en recuentos de la actividad gubernamental durante las dos décadas de la guerra sucia: los sesenta y los setenta. En este recorrido, el novelista pasa de las acciones personales a las estrategias gubernamentales. Ese vaivén traza una sinécdoque nacional. Una idea de país. Un ideario de la petrificación.

Así, cuando el secuestrado escucha ruidos y piensa en las ratas, recuerda a Miguel Nazar Haro y su gusto por el uso de estos animales para torturar durante los “interrogatorios”. Después, el panorama general: “El nuevo secretario de la Defensa, Hermenegildo Cuenca Díaz, envía a Guerrero a la tercera parte del ejército y declara a la prensa:

”—Es en apoyo de los vacacionistas

”Se realizarán catorce campañas militares en Guerrero. Buscan a la guerrilla de Lucio Cabañas y la de Genaro Vázquez Rojas. Si no los encuentran, secuestran y torturan a sus familiares”.

Todo, en aras de alcanzar, a cualquier costo, la aspiración que enuncia a principio de los setenta el secretario de Gobernación, Mario Moya Palencia: “El presidente quiere paz”.

Quizá es la paz de los sepulcros. Por ello, el novelista hace pensar a su personaje secuestrado: “Después de todo, México era un país que nunca cuantificaba a sus muertos. ¿Cuántos en Tlatelolco? ¿Cuántos el 10 de junio de 1971? ¿Cuántos guerrilleros? ¿Cuántos estudiantes? ¿Cuántas mujeres? Sólo las muertes de gente pública eran relevantes. Las demás son los fantasmas de Juan Rulfo”.

Esos fantasmas eran —y son— hijos, esposos, hermanas, primos… Como Jesús Piedra Ibarra, desaparecido en 1974 y acusado de ser parte de la Liga Comunista 23 de septiembre. Su madre, Rosario Ibarra de Piedra, quien peregrina por las páginas de Un hombre de confianza, fundó en 1977 el Comité Pro Defensa de Presos, Perseguidos, Desaparecidos y Exiliados Políticos (Comité ¡Eureka!).

Justo después de establecer la pregunta con la que inicia esta reseña, el novelista aventura una idea: “mientras la violencia no llegue a tu casa, lo que pase afuera da más o menos igual. Si tu casa está pulcra, que haya basura en la esquina es problema de alguien más. ¿Quién era ese alguien más? Los que ‘se metían en política’, los que leían libros ‘subversivos’, los escuchaban discos de ‘la nueva trova’, los que ‘andaban de revoltosos en lugar de ponerse a trabajar’”.

Mientras esos otros son víctimas de la paz gubernamental, en la novela aparecen los grandes personajes: Fidel Castro, Lee Harvey Oswald, los políticos, los presidentes, los candidatos, los generales, las agencias de investigación nacionales y extranjeras… esos entes que habitan las efemérides y los brindis, esos nombres que protagonizan la cronología oficial de la historia nacional.

En LEM sabemos que hay otras memorias de este país. Y creemos, con Fabrizio Mejia Madrid, que “quien no se plantea la existencia del mal da el primer paso hacia él. Hay algo crudo en esa actitud: la libertad de no saber, de no enterarse, de voltear la cara”.

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Esta columna fue publicada en El Popular (03.03.2019).

La música también es resistencia y sororidad

Un reportaje con Vivir Quintana y La otra, para IMER

De: Carolina López Hidalgo

Para la investigadora Laura Athié, de LEM, Centro de producciión de lecturas, escrirturas y memorias, esta apropiación de las canciones como himnos de lucha es porque en ellas convergen todas las situaciones de violencia por las que atraviesan las mujeres. Muchas de esas situaciones se quedan en silencio. La caída del machismo también pasa por la deconstrucción de sus propios himnos. Por aquellas canciones que transitaron la historia con discursos normalizados sobre el amor romántico, incluso sobre la misma violencia contra las mujeres.

Uno de esos himnos es “Que te vaya bonito” de José Alfredo Jiménez. Escrita en 1989 hoy toma un nuevo significado a partir de la adaptación que hizo la cantante La Otra. «Vamos a resignificar las letras de las canciones, para que las nuevas generaciones encuentren  otra manera de entender el mundo, el amor y las relaciones interpersonales», dice Athié…

Escúcha el reportaje aquí: https://noticias.imer.mx/blog/la-musica-tambien-es-resistencia-y-sororidad

El brío que brota del alma

La música es

. De eso hablaremos en la sesión 15 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. A continuación, un ejemplo de este tipo de proyectos.

La Sierra Gorda cubre parte de los estados de San Luis Potosí, Guanajuato y Querétaro. En esos caminos de nubes, avistaderos, lagunas y enramadas suenan los instrumentos y las voces del huapango arribeño. Ahí ocurren las topadas, esos míticos encuentros de músicos y versadores. Por esos senderos anduvo Eliazar Vázquez para escribir historias que reflejan un modo de convivir.

Como se consigna en el prólogo de Poetas y juglares de la Sierra Gorda. Crónicas y conversaciones (Ediciones La Rana/Conaculta, 2004): “Cuando algún trovador canta ¡Viva el huapango!, eso encierra un sentido; decir viva el huapango es decir ¡viva la tierra!, viva la memoria, viva la palabra, viva la poesía pública, vivan los viejos que guardan la memoria de las cosas del mundo, viva la capacidad de curarnos con hierbas, viva todo eso que son reservas de la viva. Tradiciones como ésta invocan propuestas civilizatorias, claves del ser de tierra, claves de la armonía con la naturaleza, con el viento, con el conocimiento, con el espacio. El huapango y la poesía decimal campesina son una manera de percibir el tránsito por el mundo; son un grito de dignidad”.

Esta aseveración se desglosa página tras página mediante los testimonios de trovadores y músicos. La suma de las voces delinea los perfiles de una tradición nutrida por la tierra y el gozo.

Don Agapito Briones, por ejemplo, describió cómo la mirada del poeta campesino tenía la obligación de abarcar el mundo: “El poeta debe abarcar en su bonanza todas las cosas. En nuestra época, cuando se empezó a hacer ‘poesía visible’, había que hablar de acontecimientos como la Segunda Guerra Mundial, de aquellas noticias que surgieron de los platillos voladores. […] Se hablaba de cuando el peón maduro ganaba 25 centavos y el joven la mitad.

Por su parte, don Juan Rodríguez entregó la receta para elaborar un buen instrumento: “Para hacer una guitarra, al tiempo de cortar la madera se necesita la luna, pero cuando se va a hacer no interviene el planeta. Como ya es madera muerta, no recibe premio ni castigo. Una guitarra ‘quinta’ está formada de dos tapas. El cedro huasteco es el propio para que el instrumento desarrolle el sonido. A la madera se le nombra de dos clases, como la humanidad: hembra y macho. Para que quede un buen instrumento se necesita madera hembra. En el mezquite, al tiempo de cortar se conoce: el macho está medio negro del corazoncito, y el otro es blanco. En el palo negro el hacha entra poco, esta macizo y cerrado; y en la hembra es más liviano, todos los árboles son así, es género y viviente.

Don Guadalupe Reyes compartió la dualidad del campesino que es poeta: “Mi primer destino fue arar la tierra, pero llevaba en la inspiración el gusto del verso. En el campo me acordaba de alguna historia y decía: ‘La voy a sacar…’ Andando con la yunta cargaba un papel o una libreta, y allí escribía lo que de pronto se me inspiraba. En sueños también llegué a hacer versos: recordaba y los apuntaba, porque si no en la mañana no tenía nada, se me escapaban”.

Don Ceferino Juárez, describe la importancia que tenían los músicos: “En el tiempo anterior la gente de los ranchos ponía más cuidado a las músicas, porque no había tanto conjunto ni tanto mar de músicas en radios, tocadiscos. Los poetas y violinistas eran una gran novedad, y por eso hasta les ponían alfombras. Por una tocada a mi padre solito le llegaron a pagar 50 pesos ‘de a caballo’, de la balanza. Era mucho dinero. Ahorita son miles, porque dicen que un peso de la balanza vale tres mil pesos. Fíjese nomás cuánto dinero. Los trataban con un cariño inmenso, casi como unos señorones. […] Y es que llegaban a informarle a la gente muchas cosas que se ignoraban, desconocidas para ellos. Como simplemente, cuando salió el cometa. [O cuando apareció] el primer automóvil y como no traía mulas no entendíamos cómo caminaba, y corríamos pensando que era el demonio”.

Quizá el espíritu del libro se concentre en la décima de don Ernesto Medina: Sé que todo en la vida se agota/ los placeres, igual que el dinero,/ pero yo, como viejo versero,/ nunca voy a aceptar mi derrota,/ pues del alma es el brío que me brota/ cual si fuese rocío matutino/ o algo bello que atento examino,/ porque siempre luché por hacerlo/ y aunque muchos no quieran creerlo/ soy el viejo cantor potosino.

En lem estamos convencidos de que la música popular es memoria, gozo y renovación.

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Esta columna fue publicada en El Popular (04.06.2018).