fbpx

Mes: marzo 2021

Escribir para convertirnos en cacto y dejar al fin que nos salgan garras

Coco Gutiérrez Magallanes, quien impartirá la sesión 4 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM, abrió una ventana en mi manera de escribir cuando me hizo descubrir a Gloria Anzaldúa. Para ella y para todas y todos quienes buscamos renombrarnos frente a la identidad impuesta por la historia, va este texto.  

Cuando nací, mamá grande Carmen me inspeccionó las orejas para luego pegármelas con un tape porque las tenía enormes. Buscó ahí, detrás de mi nuca, la mancha oscura, la señal defectuosa de la niña mala o peor, de la desdicha y la encontró.[1] Mi abuela presumía de nunca haber agachado la cabeza, ni en el mercado en donde se crío vendiendo pollos ni en la vida, ni cuando cruzó la frontera para trabajar en los files y en las enlatadoras de salmón. Pero yo no le aprendí nada hasta que conocí a Gloria. No sabía que mi abuela era mujer serpiente-dragona.

Qué lástima que nació m’jita tan flaca, tan desabrida, tan orejona, dijo. Qué lástima que nació mujer, dijo papá, Qué lástima que nació enferma, dijo el médico que ignoraba que nacer prieta es como nacer enferma, es volver a tejer una relación con tu cuerpo deforme y débil que se enfrenta a la muerte hasta que tu lengua de serpiente logre despertar.

A la prieta le dijeron que mantuviera las piernas cerradas, a mi que estaba desahuciada y que escondiera mi enfermedad. Su castigo por haber nacido fue un trapo doblado en sus pantaletas para ocultar su secreto negro. El mío mantener cerrada la boca porque las mujeres no hablan, porque las niñas escuchan a sus mayores, porque no puedes opinar de lo que nunca en tu vida vas a entender. A la prieta le amarraron con una faja de algodón los senos para que las criaturas de la escuela no la pensaran rara. A mi me untaron cremas y ungüentos, me llevaron al brujo, me pasaron huevos alrededor del cuerpo y me retacaron de medicinas para quitarme las manchas de la piel y que los demás no me vieran monstrua. Entonces yo no sabía que era una cacto, solo que el único lugar habitable era el no pertenecer.

“En los ojos de los demás —escribe Gloria (2011)—, me vi reflejada como algo raro, anormal, curiosa. […] Durante todo el tiempo que crecía me sentía como si no fuera de este mundo”[2], y es exactamente así como nosotras, las cientos de miles de mujeres que vivimos con Lupus, nos sentimos: diestras en este Mundo Zurdo. A ella el doctor le dijo que tenía rastros de esquimal, a nosotras que tenemos huellas de lobo y que mordemos.

Por eso, cuando la doctora Coco Gutiérrez Magallanes me la presentó y se dijo neplantlera frente a mí, me deslumbró y amé a Gloria y me dije, como se dijo ella:

Una mujer está enterrada debajo de mí, sepultada por siglos, supuesta muerta. Oigo su suave murmullo la escofina de su piel pergamino combatiendo los pliegues de su mortaja. Sus ojos por agujas picadas sus párpados, dos polillas aleteando.[3]

Hoy, que desarrollo una investigación sobre el discurso autobiográfico de mujeres consideradas enfermas como yo,[4] aleteo, pero no soy polilla, soy mariposa. Busco en sus voces esas contranarrativas (Mallón, 2012), para entender que por cada frontera, hay un puente, una puenta, una mujer etiquetada como anormal también; para comprender que el lenguaje es la balsa por donde puede cruzar la persona enferma, la diagnosticada como inútil, imposibilitada para cumplir con el canon de madre-esposa-multitasking que se le asignó al nacer. Las mujeres enfermas de lupus llevamos cargando segundos nombres que nos duelen: lúpicas, lobas, engendros; calvas, locas, artríticas, guerreras, bestias como las iguanas y los camaleones, por eso cambiamos de color. Andamos con identidades fragmentadas (De Fina, 2018), quebradas de las almas y del cuerpo, no sabemos aún que podemos ser Coatliuces y tomar nuestros propios dolores, sentir rabia, gritar. Enroscadas como serpientes que salen del canasto para entretener a otros, no brincamos como debería hacerlo nuestro corazón-frijol. Pero, ¿cómo no romper nuestro designio habiendo leído a Gloria? Hoy, que tengo la fortuna de analizar los relatos en primera persona de todas esas mujeres, puedo ver que Gloria tenía razón: no hay que tener miedo.

Muchas mujeres han puesto en mi su historia que reviso desde hace siete años, cuando como a ellas me detectaron “la mancha oscura en las nalgas”. Intento buscar, como ella, un discurso que recoja las heridas infringidas en nuestro yo, para entender que se nos violenta simbólicamente (Bourdieu, 1989) desde la everyday violence (Scheper-Huges, 1988), a partir de la nominalización que nos desterritorializa y nos convierte en exiliadas del deber ser.

Hoy me pregunto porque la lengua de la mujer enferma es menor, ¿o será que no ha logrado encontrar el justo volumen a su voz, el valor exacto de su presencia en este mundo?

En estos tiempos de pandemia la filosofía de Gloria es relevante para nosotras pues hemos sido eso desde hace mucho: pandémicas, diferentes, migrantes de la normalidad, por eso, su obra ayuda a que a las raras nos salgan espinas bien filosas. Ahora en el encierro, gracias a ella nos hemos tenido que preguntar, mientras lavábamos los trastes con las manos ardorosas como carbones: ¿Hasta cuándo y cómo vamos a hablar fuerte? ¿Hasta cuando veremos nuestras largas garras? Gracias a Gloria le digo a mis hermanas lúpicas: ya no más enterrarnos en la arena con los lagartos ni de escondernos como ratas. Si hemos podido vivir sin agua y cazar conejos con los coyotes, podemos también ser flor de nopal, alcanzar nidos de pájaros y desenterrar raíces de la memoria con nuestro hocico.[5]

Nojémonos —diría Gloria (1987)—escupamos sangre de los ojos como el lagarto cornudo. Aún enfermas hagamos dunas y luego, volemos como el viento nomás.

Gracias, Gloria, nunca te conocí pero me habitas. Hoy que escribo de ti sé que quiero ser puenta.


*Texto leído en el evento: 2020 TIEMPOS NEPANTLA. Recordando la vida, conocimiento y obra de Gloria Evangelina Anzaldúa (1942-2004) el 26 de septiembre de 2020. Evento organizado por el Tecnológico de Monterrey, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Universidad Nacional Autónoma de México, Sociedad de los Estudios de la Vida y Obra de Gloria Anzaldúa y Universidad de Trinity, USA.

Referencias:

Bourdieu, Pierre. (1989). Social space and symbolic power. Sociological Theory, 7(1), 14-25. American Sociological Association. doi: 10.2307/202060. Disponible en: https://www.jstor.org/stable/202060.

De Fina, Anna (2009). Identidad grupal, narrativa y autorrepresentaciones. En C. Curcó y M. Ezcurdia (Comps.), Discurso, Identidad y Cultura. Perspectivas filosóficas y discursivas. México: Universidad Nacional Autónoma de México.

Mallon, Florencia E. (2012). Decolonizing Native Histories. Collaboration, Knowledge, and Language in the Americas. Durham: Duke University Press. Project MUSE. Recuperado el 30 de marzo de 2019, de: https://muse.jhu.edu/.

Scheper-Huges, Nancy (1988). The madness of hunger: sickness, delirium, and human needs. Cult Med Psych 12,429–458 (1988). https://doi.org/10.1007/BF00054497.

[1] Inspirado en La Prieta, Anzaldúa, G., Castillo, A., & Alarcón, N. (2001).

[2] Anzaldúa, G., Castillo, A., & Alarcón, N. (2001). La prieta. Debate feminista24, 129-141.

[3]A Woman Lies Buried Under Me”. (Anzaldúa, 1989: 167).

[4] Contranarrativas ante la violencia discursiva: Actos reconstitutivos de las personas con lupus. Laura Isabel Athié Juárez. Directora: Dra. María Cristina Manzano Munguía. Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”. Doctorado en Ciencias del Lenguaje. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. 

[5] Inspirado en Mujer Cacto (Audio), Anzaldúa, Gloria. Borderlands/La Frontera: The New Mestiza. San Francisco: Spinsters/Aunt Lute Book Company, 1987. Disponible en: https://voca.arizona.edu/readings-list/417/687.

Narrar para combatir el patriarcado: Mary Shelley y otras 29 brujas

Es notable la ausencia de reconocimiento histórico para las mujeres. Muchas para publicar, por ejemplo, han debido utilizar el nombre de algún varón. Esta realidad será tratada en la sesión 3 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM por Cristela Trejo Ortiz, especialista en estudios de género. Aquí presentamos un acercamiento al tema.

¿Cuántas de nosotras nos atrevemos a andar solas por las calles, enfrentamos a quien nos maltrata y convocamos la posibilidad de ser distintas? ¿Quiénes y en qué momentos nos atrevemos a ser diferentes? ¿Cómo enfrentamos a los monstruos, las lonjas alrededor de la cintura, los temores, los pecados y las costumbres que no deben ser? ¿Cuántas nos atreveríamos a ser brujas?

Mary Shelley (1797-1851), es, desde mi perspectiva, una de las mujeres más atrevidas de la historia de la literatura escrita por mujeres y, la mayor de las brujas escritoras que han existido. Poderosa y tremenda, aún en la juventud enfrentó a su familia desmembrada, la ausencia de su madre y la imposibilidad de escribir y publicar durante un siglo tan oscuro que la luz difícilmente caería en una mujer, a menos de que fuera para quemarla en la hoguera, como a las brujas de Salem.

Mary fue madre cuatro veces y las mismas ocasiones perdió a sus hijos —nonatos, recién nacidos, con varios años de vida— en un mundo que trató de negarle su nombre en la portada de Frankenstein o el moderno Prometeo (1918), su obra magna. Entonces, parió a un monstruo como se permite nacer todo aquello que duele. Desde el vientre y las entrañas. Escribió como solo puede hacerse cuando se lleva un largo recorrido de dolor y sangre: sin miedo. Y cuando se le dijo que no, que ella no era la autora, sino su esposo, que una mujer no podría escribir cosas como esas, que los monstruo y las escrituras distópicas y de horror no eran cosa de mujeres, decidió gritar bajo la luna llena y entre pedazos de mentes muertas para encontrar su propia voz. Por eso, precisamente por ese tremendo acto de valor, es una bruja.

Compañera y, luego, segunda esposa del poeta Percy Bysshe, Shelley vivió la infidelidad y fue infiel; buscó ser libre y escribió; se equivocó; amó como se ama en la adolescencia; vio morir a su hermana y siguió escribiendo; ayudó a otros a la comprensión de sus propios textos, y abrió una brecha enorme por donde pasaron y siguen transitando muchas otras sin escobas ni gorros ni ollas o tatuajes de letras escarlatas en los pechos: la novela gótica. Por el puente que ella construyó, caminaron y caminan muchas mujeres que no llevan otra defensa más que su voz autoral y su pluma.

Su maternidad literaria y creativa —que para muchos no es más que el deseo de revivir a los hijos muertos— ha estado ligada a ese hombre electrificado hecho de partes ajenas que es casi un animal sin alma. Pero, además, Shelley, la bruja mayor, escribió la novela futurista The last man que anuncia la desintegración del ser humano en un mundo caótico a punto de perecer por una bacteria. Esto cuando ni siquiera se había inventado el foco, por ejemplo.

Esta autora con una vida llena de mitos, como debe ser la existencia de las brujas, es la bruja literaria que cierra el homenaje ilustrado que publicaron en 2017, Taisia Kitaskaia, autora y poeta, y Katy Horan, ilustradora.

“¿Por qué nos atrevemos a llamar a alguien ‘bruja’? —se preguntan Taisia y Katy, en Brujas Literarias: 30 escritoras que conjuraron la magia de la literatura (Planeta, 2017) —, porque todas las artistas son magas, viven en mundos creativos”, no le temen a estar solar ni a la imaginación ni a la soledad. No tienen piedad de sí mismas al traer el dolor a la página en blanco, como lo hace Shelley en sus diarios cuando recuerda a sus hijos fallecidos: “Sueño que mi pequeño bebé volvió a la vida —escribió Mary en sus diarios, recuperados en Eagleton (1986) —, que solo había estado frío, que lo frotamos antes del fuego, y vivió. Pensé que si pudiera otorgar animación sobre materia sin vida, podría en el tiempo renovar la vida” Una cosas es segura, escriben Taisia y Katy, “la magia de una bruja solo la tiene una mujer”: Así, junto con Shelley, presentan un compendio de obras recomendadas, biografías e ilustraciones biográficas de escritoras brujas que van desde Sylvia Plath, Flannery O’Connor y Virginia Wolf, hasta Sandra Cisneros Yumiko Kurahashi y Alejandra Pizarnik. Con este libro, Taisia y Katy dejan en claro algo con lo que concordamos, plenamente, en LEM: la mujer que escribe, siempre suena muy fuerte.

Esta columna fue publicada en El Popular (12.09.2019).

Contar de mi: ¿Cómo perderle el miedo a la autobiografía?

Las corrientes que impulsan los estudios de la memoria buscan contribuir al debate sobre la justicia y las voces que  han sido silenciadas. De este campo nos hablará Victoria Pérez durante la sesión 2 del diplomado en Memoria y discursos autobiográficos de LEM. En esta entrada los abordamos desde la perspectiva de Norman K. Denzin, estudioso de la memoria y la antropología.

Hoy no pienso escribir de libros: porque todos nosotros narramos algo; ni voy a explicar la novela de alguien, porque bien sé que nuestras vidas son mucho más interesantes que cualquier ficción. No, hoy no replicaré eso, lo que pienso hacer es enfrentar el miedo, porque no existe situación más terrible que ver en una misma lo que nunca notó y solo se da cuenta cuando lo ha escrito.

Pertenezco al siglo pasado, y no solo al mío, soy de los tiempos de mis abuelos y de mis padres. Soy, además, aquello que siempre me negué a ser. Soy de la época del papel, la pluma y los diarios secretos. No del blog o del instagram. Porque nací así: a puro leer y escribir, a tachones y manchas de tinta sobre la hoja en blanco, escondiendo una flor, una mosca o una carta en las libretas y ocultándome también a mí de mí, para no verme más, porque me daba miedo. Duele decir que me he equivocado, que dejé ir a alguien sin decirle te amo, que lloré cuando no había razón, que fui inútil, necia o que estuve llena de una luz que iluminó a muchos, pero me fue posible aceptarlo cuando supe que todos llevamos una historia por contar y que solo logramos sacarla cuando algo ha fragmentado nuestras existencias.

Norman K. Denzin, en Intrepretive Biography (SAGE, 1989), explica que aquello que nos ha marcado para siempre nos transforma en un antes y un después y se llama ephipany (epifanía). Yo no soy yodespués de que un médico me dijera que la enfermedad que padezco puede matarme, tú no eres tú tras darte cuenta de que la pareja que amas no te ama o de que la mujer o el hombre que te dio la vida ha muerto.

Pero tampoco somos iguales tras levantarnos un día tras otro para ir a un trabajo en el que no te recibe un “Buenos días”, sino la violencia verbal de un jefe que odia al mundo; o la sonrisa de una mujer que jamás será tuya pero te dice cada lunes, cada martes “Buenos días, doctor, qué guapo se ve hoy”. No. Cada momento de interacción nos marca como si en nuestras vidas se prendiera o se apagara una luz.

Estos momentos epifánicos, desde la perspectiva de Denzin, van moldeando nuestra identidad. También estará normado por nuestras epifanías aquello que narremos cuando tomemos una pluma y nos encerremos en el cuarto para escribir como enfermas de desesperación, o lo que escribamos desde que se pone el sol hasta que amanezca y hasta que las letras de las teclas de nuestra laptop no se lean más.

Quien nos diga que las autobiografías tienen un inicio, un clímax, un desarrollo y un final no dice lo cierto, porque las vidas no se cuentan en una secuencia cronológica ni lo incluyen todo. No. Nuestra memoria elige, junto con la emoción qué significa un suceso revivido, lo que hay que contar.

Yo no relato que nací tal día y luego fui a la escuela y luego me casé, porque mi vida no es una hoja plana en blanco, sin bordes. Cuento que me ha dolido esto o aquello, que las llagas y las cicatrices se me notan hasta en los dedos de los pies, que tantas veces me he caído que mis rodillas son del color de la chamarra roja que porto a diario, que tengo miedo de verme pero lo he logrado. Escribirse es así: verse de nuevo, convertirse en el evaluador más cruel, ponerlo en letras, callarlo, leer otra vez, decidirse, hacerlo público y decir: esta es mi autobiografía.

Porque nuestras historias se van abriendo como se abre mar, a oleadas, ahogándose y tratando de salir, respirando y tragando agua, convirtiéndose en caracol, en estrella, en pulpo que se abraza a sí mismo cuando ya no queda nadie más. Es entonces cuando nos damos cuenta de que la historia vivida no se compone de capítulos, sino de epifanías que transformaron lo que somos en un antes y un después, en monstruos que desaparecieron o en cajas de Pandora que liberaron a los fantasmas, que podemos enfrentarnos al miedo, que podemos entendernos y perdonar, y que logramos decir: “Esta soy, y esta es mi autobiografía”. En LEM sabemos que, quien se atreve a poner su vida en palabras y logra leerlas sin importar el qué dirán, o la duración, jamás vuelve a tenerle miedo a nada.

Texto publicado en El Popular (26.01.2020).

La lucha por recuperar la escritura

El cerebro es un territorio plagado de preguntas, conexiones e imprevistos para la memoria. De ello nos hablará Adela Hernández Galván en la primera sesión del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. A propósito de este tema, compartimos la reseña de No sabes lo que me cuesta escribir esto. La historia de cómo recuperé el lenguaje, una obra emotiva y ejemplar.

Lo específico existe al ser nombrado. En la tradición bíblica, la enunciación del creador produce la revelación de lo identificable: “Hágase la luz, y la luz se hizo”. Antes de eso, solo se percibe lo confuso, el caos, la mezcla de materias, la ausencia de categorías, la carencia de partes: El Todo, esa masa apabullante que asfixia por su impenetrabilidad. En el acto de nombrar-materializar, el lenguaje manifiesta su poder como generador de territorios y delineador de especificidades.

Las palabras son, entonces, piezas maleables de las dúctiles fronteras físicas, mentales y existenciales que permiten habitar el mundo sin que cada paso encuentre un abismo. Por lo tanto, al perder el alfabeto se extravía la capacidad de identificar, relacionar y compartir las visiones y las necesidades personales. ¿Cómo se vive ese estar sin herramientas para nombrar? Olivia Rueda, lo cuenta en su relato autobiográfico No sabes lo que me cuesta escribir esto. La historia de cómo recuperé el lenguaje (Blackie Books, 2018).

Olivia es editora audiovisual. Lo suyo es el montaje de historias para la televisión. En sus manos se flexibilizan la escritura, las voces, los ruidos y las imágenes para construir narrativas. Ella es un pulpo de los lenguajes. Hasta que tiene un ictus (accidente cerebrovascular provocado por la obstrucción o rotura de una arteria). Lo que sigue es el peregrinar por consultorios médicos, la acumulación de diagnósticos y la valoración de tratamientos. Olivia elige la nebulización para tratar de eliminar al tigre que habita en su cabeza. En la tercera sesión, sufre un derrame: “La cosa se puso muy fea. Desperté sin poder expresarme con palabras, y tuve que aprender a hablar y a escribir de nuevo. Hablar es muy difícil. Explicar por qué no puedes hacerlo lo es todavía más”.

Es el encuentro con la afasia, ese trastorno del lenguaje producido por lesiones cerebrales que se caracteriza por la incapacidad o la dificultad de comunicarse a través del habla, la escritura o la mímica. Para Olivia el daño es bilingüe: olvida el español y el catalán.

Explicado por la narradora, sucede que el mayordomo mental del lenguaje nunca le trae las palabras adecuadas o insiste en servirle siempre la misma. Así que Olivia sufre tratando de hilar oraciones, expresar sentimientos o pedir cosas. Eso, cuando no repite contra su voluntad un vocablo ilógico para el contexto. Este angustioso padecer la hace odiar a las personas cercanas —su pareja, sus amigos, los doctores— y le impide gritar todos los insultos que, ella cree, se merecen todos y cada uno de ellos.

Una vez atrapada por la afasia, Olivia se enfrenta al olvido, combate cuerpo a cuerpo para recuperar las palabras —sus palabras—. Esta batalla es lenta y se lleva a cabo en muchos escenarios: la cabeza de la protagonista, los consultorios médicos, las instituciones de rehabilitación, los recorridos cotidianos, las conversaciones, el devenir maternal, los cuadernos de notas, las relaciones filiales…

Cada momento es extremo: de la sensación del fracaso absoluto por no recordar las capitales europeas al luminoso hallazgo de una oración en catalán. Es lanzarse una y otra vez desde el trampolín del silencio sin saber —en cada ocasión— si hay agua en la alberca del lenguaje.

Escribe Olivia: “A veces me preguntan: ¿pero cómo puedes seguir adelante con todo lo que te ha pasado? Bien, no es una elección. Si a ti te encerraran en un lugar y te tiraran encima un montón de prendas de ropa o de trastos o de tierra, ¿qué harías? Intentarías salir de ahí, ¿no? Pues yo hago lo mismo. Sobre todo porque sé que fuera me esperan mis hijos, Roberto y la gente que me quiere. No soy una heroína, eso lo tengo claro. Solo hago lo que puedo”.

La narrativa de No sabes lo que me cuesta escribir esto es —como lo advierte de inicio la autora— básica, elemental, sin oraciones rebuscadas. Cada párrafo ha sido construido sobre términos primarios, comprensibles, recuperados tras disputarle fulgores lingüísticos al oscurantismo afásico.

En LEM sabemos que, como lo consigna Olivia, “el lenguaje te puede oprimir o liberar”. En esa disyuntiva, lo valioso son los esfuerzos individuales, familiares y comunitarios por escribir, aunque los demás no sepan cuánto cuesta hacerlo.

¿Trabajas con relatos (auto)biográficos, testimonios o archivos? ¿Haces investigación relacionada con historias de vida? ¿Escribes perfiles periodísticos? El diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

Conoce nuestro programa aquí: https://lemmexico.com/mda2

▪ Multicámara ▪ 18 sesiones y 5 conferencias en vivo o diferidas  ▪ A tu ritmo.

Esta columna fue publicada en El Popular (15.08.2019).

La Historia carece de valor sin las historias

El Centro de producción de lecturas, escrituras y memorias (lem) desarrolla actividades para facilitar el uso de herramientas teóricas y prácticas que les permitan a las personas reconocer, documentar y compartir sus historias de vida. ¿Por qué? Porque estamos convencidos de que la Historia carece de valor sin las historias.

Para lem cada persona es una mapa de ella misma, su familia, su sociedad y su país. Por lo tanto, en cada experiencia individual hay rutas, aprendizajes, recorridos y extravíos que pueden ser referentes —emocionales, laborales, vivenciales…— para quienes la rodean.

Con esta idea, trabajamos por la construcción de una gran cartografía humana —multiforme, multilingüe, multiplataforma— que replique lo expresado por Robert Luis Stevenson en El mapa de “La isla del Tesoro”: “Sé que hay personas a las que no les interesan los mapas, algo que me resulta difícil de creer. Los nombres, los contornos de los bosques, los cursos de caminos y ríos, las marcas prehistóricas del hombre claramente discernibles a lo alto y lo bajo de las colinas y valles, los molinos y las ruinas, las fuentes y los trayectos, tal vez la Standing Stone o el Círculo de los Druidas en el brezal; he aquí una interminable fuente de interés para todo hombre con ojos para ver o una mínima imaginación con la que poder entender”.

“Poder entender”, de eso se trata —creemos en lem—, de que cada historia de vida sea compartida y comprendida tanto por quien la protagoniza como por quienes la reciben. Es decir, dejar de ser lo que Don Swanson llamó “conocimiento público sin descubrir” y establecer un catálogo de conocimiento humano compartido, difundido y valorado.

En términos prácticos, queremos ser un medio para el diálogo narrativo entre familiares, ciudadanos, generaciones, biografías y memorias.

Como escribe Ricardo Piglia en El último lector, a propósito de Franz Kafka: “La experiencia es la escritura sin fin. Alguien debe ayudarlo a transformarse de escritor en autor. A pasar de K. a Kafka, de la letra personal a la palabra pública. Hace falta un paso intermedio, un desdoblamiento”. En lem, queremos ser el apoyo para ese desdoblamiento que, además de implicar la extensión de miras y el incremento del territorio personal, exige mirar al interior, descubrir temores, reconocer personajes y relatar lo vivido.

En este sentido, para visibilizar las experiencias de vida, nos interesa formar para la escritura autoral, la edición de autor, la creación testimonial y la recopilación de historias; propiciar la práctica y el análisis de la lectura, la escritura, la gestión de contenido y la edición, y encauzar producciones en diversos formatos y estilos a partir de la escritura personal y social.

Así, los procesos de reconocimiento permitirán que el recuento narrativo de la existencia sea consciente, profundo y diverso en lenguajes: narración oral, fotografía, ilustración, diseño, podcast, audiovisual, mural, pieza de arte, línea de tiempo, mapa de vida, archivo, postales, carteles, blogs, libros de autor… y todos las posibilidades que permiten las tradiciones, las artes y las comunicaciones actuales.

Esto lo encauzamos mediante diplomados, talleres, charlas, convivencias, acciones en espacios públicos, actividades académicas y publicaciones, entre otras labores.

En LEM todas las lecturas y las escrituras son indispensables para identificar, comunicar y preservar la pertenencia y los arraigos personales, comunitarios, regionales y nacionales. Por ello, a propósito de nuestro diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos compartiremos reseñas de las lecturas que nos llevan por los caminos de la memoria desde múltiples ángulos.