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Categoría: Lecturas de la memoria

Comprar, gastar y ganar en La Merced

Los espacios son consecuencia de sus temporalidades y contextos: nadie habita dos veces el mismo lugar. De ello nos hablará José Ignacio Lanzagorta García en la sesión 8 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. Para adentrarnos en este tema, compartimos la reseña de Historias de La Merced. ¡Ahí va el golpe!, memoria editorial de un espacio multitonal.

Todo mercado es jolgorio y cualquier festejo tiene su dosis de nostalgia. Eso lo saben y lo viven los comerciantes de La Merced, barrio del Centro Histórico de la Ciudad de México que por casi cien años fue la zona de venta de alimentos más importante de la metrópoli, hasta que en 1982 los mercaderes se mudaron a la Central de Abastos, en Iztapalapa.

De esos festejos y esas nostalgias trata Historias de La Merced. ¡Ahí va el golpe! (Instituto Nacional de Antropología / Xihuatl Editores / Festival de México Centro Histórico A. C., 2014). Con textos de Norma Yolanda Contla y fotografías de Susana Casarín, la obra desglosa lo perdido, lo heredado y lo defendido durante el siglo pasado en el territorio que rodea al convento de Nuestra Señora de La Merced de la Redención de los Cautivos.

Emergen las historias de los personajes populares que fundaron los arquetipos tan bien aprovechados por la cinematografía mexicana de mediados del siglo XX, como “El Palomo, cargador de La merced, [que] nunca alcanzó el nombramiento de mecapalero porque nunca reunió los fierros, la lana, vamos, el dinero suficiente para comprarse un mecapal y un cincho que le aliviaran los dolores de la espalda que le agarraban en cuanto intentaba cargar bultos grandes y pesados. Moneda que ganaba, sin remedio se quedaba en la pulquería”.

Corren los relatos de migrantes colombianos, franceses y españoles, entre otros, que se hicieron mexicanos con el trabajo, la descendencia y la instauración de comercios perdurables. Entre ellos, Gaspar González Fernández, de Rodillazo, España, quién llegó a México en 1928 y en 1930 fundó El Café Equis. Ochenta años después, Carlos González, hijo del migrante, le cuenta a Norma Yolanda Contla: “En 2004, a los noventa y dos años de edad, mi padre se retiró del negocio y yo lo compré, lo estoy restaurando respetando su estilo. Al quitarle el plafón del techo quedó descubierta una bóveda catalana original y así se va a quedar”.

Fluyen las memorias de las personas nacidas en el barrio y formadas como comerciantes a golpe de desvelos, empujones y afectos. Ángeles Sánchez es de ese linaje, desde 1930 su familia es comerciante: “A las cuatro de la mañana, cuando más se disfruta el sueño y la tibieza de la cama arrulla, yo me levantaba a terminar de cocinar el pollo con mole, papas con chorizo y otras cosas. A las siete y media en mi puesto ya estaba atendiendo a los clientes. De los camiones de carga estacionados a toda la calle, choferes, macheteros y mecapaleros al grito de ¡ahí va el golpe! se abrían paso, so pena de un buen empujón”.

Brota la palabra de quienes hicieron del espacio laboral su eje vital: “Después de tantos años —dice Francisca, originaria de Chignahuapan, Puebla— sigo con mi negocio, ahora es Paty, mi hija, la que se encarga directamente de él. Tengo ochenta y ocho años, llegué a La Merced a los maravillosos catorce y aún me sigue gustando el comercio. El tiempo se me perdió entre cientos de pacas de chiles secos sentada en una sillita limpiando, estirando, eligiendo pacientemente chile por chile, clasificándolos por su tamaño, color y clase de chile. La clientela lo sabe, por eso regresan y el mole perdura en la lista de productos de la Tienda de Pachita”.

Por supuesto, se mezclan las memorias familiares con los acontecimientos históricos. Juan Antonio, Eugenio y Alberto Migliano Maure —la tercera generación al frente de la peletería Migliano Hnos., fundada en 1827— recuerdan una historia que les contó su padre: El 20 de mayo de 1940 un comando atenta contra León Trotsky. La policía interviene. Durante la huida de los agresores, “una de las cajas de la metralleta cae del auto sin capote”. Los policías descubren el sello Peletería Migliano Hermanos en el estuche. Acuden al negocio. El señor Migliano identifica el trabajo y los dirige hacia el artesano Prisciliano Hernández, en el mercado Abelardo L. Rodríguez. Ahí, el comerciante reconoce el estuche y recuerda a quién se lo vendió: “Creo que se llama David, sí estoy seguro, se llama David Alfaro Siqueiros”. El joven es apresado. Tres meses después, otro atentado corta la vida de Trotsky.

En LEM creemos que en cada relato de Historias de La Merced. ¡Ahí va el golpe! se trenza el gozo de lo vivido con el lamento por lo extraviado y la necedad de lo reconstruido. Es decir, se hace corte de caja existencial. Quizá eso se sintetice en la frase con la que el hombre que fundó el restaurante La Corte en 1932, Juan Antonio Briones Ordiales, resumía la administración de su comercio: “Yo compré, yo gasté, yo gané. Asunto arreglado”.

¿Trabajas con relatos (auto)biográficos, testimonios o archivos? ¿Haces investigación relacionada con historias de vida? ¿Escribes perfiles periodísticos? El diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

Esta columna fue publicada en El Popular (10.12.2018).

Memoria y cuerpo: Instrucciones para escribir sin ojos

Toda cicatriz, el aliento, algún sonito escuchado, por ejemplo, nos remite inmediatamente a esa, a ese que fuimos alguna vez. La memorria corporizada es uno de los temas del Diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos durante la sesión impartida por la dramaturga bajacaliforniana Ana Lourdes López. Esta entrada hablamos al respecto.

Mi abuelo llevaba un aparato en la oreja. Yo llevo dos lentes frente a los ojos que ocultan bajo 9 dioptrías lo que soy. Él escuchaba la mitad del mundo. Yo adivino la mitad del otro y camino sólo porque confío en la mano que me dan cuando voy a caer.

Domingo 12 de junio. Tres de la tarde. Centro histórico de la Ciudad de México.

Al bajar las escaleras en un edificio blanco de la calle Bolívar, decidí probar. Había pasado la tarde viendo fantasmas borrosos de colores, banquetas convexas y luces intermitentes en cada paso que di, hasta que cerré los ojos para sentirme una paloma mientras descendía por unas escaleras brillantes como los tubos de las probetas que usaba en la clase de Química en secundaria. El hombre que amo, varios piso arriba, me dijo que bajara otro piso.

—Baja —decía mientras me tomaba una foto—, camina varios escalones más, y yo lo hacía.

Mirándolo cada vez más borroso estiraba mi pie temeroso para bajar los escalones pensando en el miedo que deben sentir los ancianos cuando la fragilidad de su vista los tumba al suelo. Bajaba como una vieja aferrándome al barandal, preguntándome qué pasaría cuando resbalara.

Daba un paso, tres, cinco acercándome a los escalones sin ver con certeza nada más que ese blanco que tal vez uno ve cuando entra al túnel del fin de la vida para morir. Entonces recordé a mi abuelo a quien conocí tan poco, con sus aparatos para la sordera en las orejas.

Uno le decía: “Abuelo, mira esto”, y él asentía como yo hoy, sin ver, sin escuchar, en la sordera absoluta, confiando en el otro, en quien te dice, “ven”, yendo nada más por amor, sabiendo que, en este punto de la vida, cuando la vista se comienza a ir, no queda más que la intuición.

Voy perdiendo un sentido, me queda el sexto.

Ahí, parada sobre esas escaleras blancas como velo de novia, pensé: “No me quiero caer”, pero no me detuve, seguía. Con estos anteojos torpes que me engañan la vista, seguí.

Cuando me detuve en el piso dos y giré el rostro hacia arriba para que mi sonrisa saliera en la imagen de la Laura miope que se retrataría en la foto, me pregunte: “¿Qué sucederá cuando ya no vea más, ni siquiera el teclado de la computadora, ni siquiera el papel de la libreta sobre el cual trazo las letras con las que voy narrando lo que vivo y lo que soy? ¿Cómo voy a escribir cuando mis ojos se llenen de nubes y me quede ciega?”.

Desde hace meses tengo una nueva mala costumbre: si algo me interesa, hago una pausa, cierro los ojos, escucho el aleteo de alguna mosca, el sonido de un auto, el ladrido de un perro, una conversación ajena que se atraviesa frente a mí y escribo.

No tomo papel, me olvido de la pluma y comienzo a narrarme alguna historia como cuando mi madre me contaba cuentos. Me hablo en silencio, pongo la coma aquí, el punto allá. Escribo moviendo los labios como si fuera una loca que conversa sola. Con los ojos cerrados escribo, porque algún día dejaré de ver y entonces, no me quedará más que confiar en voz de quien me ama y en el sonido de sus palabras que me dicen: “ven”.

¿Quieres escribir tu autobiografía? ¿Necesitas investigar tu historia familiar? ¿Sueñas con relatar la vida de tus padres o abuelos? ¿Deseas narrar la migración de tus antepasados? El diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

Este texto fue publicado en Zona Líder (14.06.2016)

¿Cómo escribir sobre hechos históricos? Escritoras atrapadas en la Isla de Clipperton

La línea entre la autoficción y la realidad es difusa. ¿Qué estrategias siguen quienes se dedican a ficcionar desde la historia? Ana García Bergua, escritora mexicana multipremiada y autora del libro Isla de bobos (2014), abordará este tema durante la sesión 6 del diplomado en Memoria y discursos autobiográficos de LEM. Aquí, algo sobre la tragedia en la isla protagonista de su novela histórica.

“[…] 1:30 del mediodía de aquel 18 de junio de 1917, la lancha venció al oleaje y desembarcó en la playa de la isla de K. […] Lo que vamos a hacer será mi responsabilidad, dijo Scott. Que Dios lo perdone. Y entre los tres mandaron el cadáver de Saturnino a alimentar a los tiburones.”

Es así como inicia uno de los dos libros que narran la tragedia de un grupo de mexicanos olvidados por el gobierno de Porfirio Díaz en un atolón rodeado por tiburones, llamado por Ana María Bergua en Isla de bobos, como “Isla de K”, y conocida hoy como la Isla de Clipperton, parte de la geografía olvidada de México, localizada a 1.500 km al sureste del puerto de Acapulco. Hoy, territorio disputado por el gobierno de México y Francia.

Es justo ahí, dónde dos escritoras: Ana María Bergua, mexicana, y Laura Restrepo, colombiana, narran una tragedia. Aunque existe un tercero, escrito por la nieta de las niñas sobrevivientes a la desgracia: La tragedia de Clipperton, de María Teresa Arnaud (1982, Editorial Arguz), son estas dos novelas las que han llevado la historia a un público mayor.

Podría decirse entonces que escribir una historia basada en un hecho real, es tomar pedazos del acontecer y reconstruir lo sucedido. Pero, ¿cuál realidad es la que vemos como lectores? ¿Cómo desentrañamos y luego rearmamos eso que se nos cuenta?

En El Demócrata del 16 de diciembre de 1920, Ana García Bergua, autora del libro Isla de bobos (ERA, 2014), encuentra una nota de prensa que muestra una desgracia: tres mujeres son culpables de asesinar a un hombre de color y a partir de ahí, reconstruye una historia que la escritora colombiana Laura Restrepo contó, 25 años antes, en la novela La isla de la pasión (Alfaguara, 1989), de una manera muy distinta.

Bergua se interesa en el tema a partir de su trabajo como documentalista en Editorial Clío y decide investigar el hecho: un capitán que no logra sobresalir en el Ejército Mexicano es enviado, en plena Revolución, a defender una isla semidesierta que nadie ataca, con la promesa de recibir alimento y ayuda. Le acompañan un destacamento ingenuo compuesto de gente que se vuelve loca a fuerza de sol y abandono, y su joven mujer.

A diferencia de Restrepo, Bergua se aísla de la novela y centra su historia en los personajes. Es una observadora omnipresente que narra casi todo en capítulos mínimos. En su libro de 245 cuartilla da voz al negro asesino, a la mujer del capitán, a Porfirio Díaz y a Venustiano Carranza y rebautiza, por respeto a los deudos vivos de quienes perecieron en esa isla en donde no había nada más que guano, pájaros de patas azules y tiburones, los verdaderos nombres de la tragedia. Ella, la escritora se ve, pero a través de sus letras. Ficcionaliza la realidad a partir de sus investigaciones sobre documentos y cartas reales encontradas en el Archivo General de la Nación y avisa, en su nota final:

“Esta novela es un ficción trenzada con los hechos históricos ocurridos en la Isla de Clipperton a principios de siglo XX”.

Mientras que Laura Restrepo, en la página inicial de Isla de la pasión, advierte:“Los hechos históricos, lugares, nombres, fechas, documentos, testimonios, personajes, personas vivas y muertas que aparecen en este relato, son reales. Los detalles menores también lo son, a veces…” (Restrepo, 2015: 7).

Restrepo aborda la misma historia en una narrativa totalmente distinta: ella es personaje y camina por las calles de Orizaba hasta dar con el hotel de la alberca llena de flores en el cual se casaron el capitán y su esposa, llega a la casa de la nieta de ambos, quien conserva el único registro autobiográfico testimonial de la hija que nació, junto con su hermano, en ese pedazo de tierra inhóspito y vio cómo fueron muriendo sus habitantes de escarlatina, asesinato o como alimento de tiburón. Laura, la escritora colombiana investiga, toca puertas, deduce en una especie de Sherlock Holmes latino. En su libro de 312 páginas la escritura es amplia como el mar que rodea la desventura de sus personajes que llevan sus nombres de pila. En La Isla de la pasión ella está presente en cada capítulo, el suyo es una crónica periodística que intenta mostrar qué vivieron aquellos infortunados tras el abandono del presidente de la nación, ese personaje nacional tan polarizado entre el odio y el amor de los mexicanos: Díaz. A Restrepo no le importan los archivos, le interesa la gente. Ni ella ni Ana García Bergua conocieron a los personajes, pero ambas deben haberse preguntado cómo contar una verdad. ¿Cómo desentrañar, entonces, el porqué de la estructura de fuerzas que da pie a cada historia?

Descubrir en las narraciones sobre un mismo hecho aquello que está ausente, depende del lector y su experiencia frente a ambas obras. Asumir las verdades es una apuesta de quien decide entrar a cada historia y acepta ese pacto ficcional que ofrecen éstos o cualquier otro libro, pero en ···lem··· no nos preocupamos por eso, pues sabemos que la única manera de formarnos nuestra propia versión es dando espacio a muchas voces.

¿Quieres escribir sobre algún acontecimiento histórico de tu país o tu comunidad? ¿Necesitas investigar tu historia local? ¿Quieres contar hechos de tu historia familiar para convertirlos en algún libro, documental o producto de difusión ? El diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

Esta columna fue publicada en El Popular (12.09.2019).

¿Qué pasa con lo que nos cuentan los abuelos? Marianne, Maus y las memorias que no son nuestras

Aquellos acontecimientos que no vivimos, pero que venimos escuchando desde la infancia en voz de nuestros familiares o en los medios de comunicación, llega a formar parte de nuestras memorias. Somos capaces de emocionarnos por lo que vivieron otros sin haberlo experimentado jamás. ¿Cómo sucede ese fenómeno? Abordaré este tema en la sesión 5 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos. Aquí te doy un adelanto.

Desde niña he escuchado a mi padre contarme sobre Tlatelolco: los gritos de la gente corriendo, la sangre, los zapatos sobre los cofres de los autos estacionados, el sonido de las ametralladoras, las luces de bengala en el cielo y él ahí, testigo mudo.

Más no era ésa la única historia que solía narrarme. Estaba, por ejemplo, una de mis favoritas: la llegada de mi abuelo libanés, un niño emigrante de apenas 12 años, al puerto de Veracruz en barco, por estas fechas pero en el siglo pasado. Ninguno de dichos recuerdos es propiamente mío, pero ésos y muchos otros que he venido escuchando desde niña, indudablemente forman parte de mi memoria.

Nunca supe cómo explicar que no, que yo no había vivido eso, pero que me duele, que lo siento como en carne propia, que forma parte de mí, de lo que soy, de mi estancia en este momento en este mundo. Jamás encontré la palabra adecuada para explicar que me había apropiado de las memorias de mi padre de tal forma, que, al volver a contárselos a mi hija o al conversarlos con alguien, se me enchina la piel y me imagino ahí, con el viento de la mar en el rostro, en aquel navío, cuyo nombre no sé, en el que venía Farid, mi abuelo, y siento ganas de llorar al imaginarme tocando la puerta de la iglesia en la Plaza de las Tres Culturas el 2 de Octubre de 1968, gritándole a la monjas: “¡Abran, abran, que nos están matando!” Sé, perfectamente, que ni estuve ahí, ni viví eso. Ni siquiera había nacido.

Fue hasta que conocí a Marianne Hirsh que supe cómo nombrar esos recuerdos que no son míos y que me robé, de tanto que me los han contado. Se llaman posmemorias, y son tan fuertes que forman parte de mi historia biográfica y también lo serán de la de mi hija y de sus hijos, si los llega a tener, y si seguimos narrando en las reuniones, en los viajes largos de carretera, en los museos frente a alguna muestra sobre magnicidios, exiliados y refugiados en México, o cuando hablemos de las guerras y de la gente que sale huyendo de su país para evitar la muerte.

En su tercer libro sobre el tema, The generation of postmemory. Writing and visual culture after the Holocaust (Columbia University Press, 2012), Hisrch afirma que los descendientes de víctimas sobrevivientes se conectan profundamente con las remembranzas de la generación anterior, e identifican esa conexión como una forma de memoria transferida.

Es así que sé que recuerdo gracias a la emoción que mi papá imprimió en sus historias: me conmocionó tanto, que inoculó en los hilos de mi memoria eventos mnemónicos traumáticos que eran suyos y de su padre, en una cadena generacional. Me sucedió igual que a Art Spiegelman, el creador de Maus: relato de un sobreviviente (Random House, 2013), quien narra en una espléndida y dolorosa novela ilustrada la historia de su padre durante la Segunda Guerra Mundial.

El autor, que quería saber si lo que le habían contado desde niño era verdad, comenzó a entrevistar a su envejecido padre. Vivió entonces un proceso regresivo sobre aquellos recuerdos que llevaba en su memoria sobre una guerra que no fue suya en los campos de concentración. Así, sus posmemorias fueron desentrañándose en busca de una verdad que no existe, porque nadie —y Spiegelman lo sabe— posee la versión final de los hechos vividos.

Justamente ese libro de Art —que recibió en 1992 el primer Premio Pulitzer otorgado a un cómic— fue el que se encontró Hirsch después de haber visto el documental Shoah (Claude Lanzmann, 1985) sobre el Holocausto Judío; de descubrir que los hijos guardan los recuerdos de los padres, y de confirmar que la voz de las mujeres no estaba siendo retratada en la historia humana. Entonces comenzó a investigar los álbumes fotográficos y las narraciones, acuñó el término y concluyó: las generaciones siguientes guardamos posmemorias.

En Maus, los judíos son ratones y los nazis son gatos. En mi historia de vida, los niños sirios que mueren a causa de la guerra y los jóvenes libaneses que se levantan en una nueva revolución son también mi abuelo, aquel pequeño recibido como migrante en México sin saber que era un refugiado. En •••LEM••• le seguimos el rastro a las posmemorias. Por eso, trabajamos para preservar la memoria de quienes huyen del dolor, han sobrevivido a las masacres y tienen la esperanza de una utopía posible: la paz.

Esta columna fue publicada en El Popular (17.11.2019).

Escribir para convertirnos en cacto y dejar al fin que nos salgan garras

Coco Gutiérrez Magallanes, quien impartirá la sesión 4 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM, abrió una ventana en mi manera de escribir cuando me hizo descubrir a Gloria Anzaldúa. Para ella y para todas y todos quienes buscamos renombrarnos frente a la identidad impuesta por la historia, va este texto.  

Cuando nací, mamá grande Carmen me inspeccionó las orejas para luego pegármelas con un tape porque las tenía enormes. Buscó ahí, detrás de mi nuca, la mancha oscura, la señal defectuosa de la niña mala o peor, de la desdicha y la encontró.[1] Mi abuela presumía de nunca haber agachado la cabeza, ni en el mercado en donde se crío vendiendo pollos ni en la vida, ni cuando cruzó la frontera para trabajar en los files y en las enlatadoras de salmón. Pero yo no le aprendí nada hasta que conocí a Gloria. No sabía que mi abuela era mujer serpiente-dragona.

Qué lástima que nació m’jita tan flaca, tan desabrida, tan orejona, dijo. Qué lástima que nació mujer, dijo papá, Qué lástima que nació enferma, dijo el médico que ignoraba que nacer prieta es como nacer enferma, es volver a tejer una relación con tu cuerpo deforme y débil que se enfrenta a la muerte hasta que tu lengua de serpiente logre despertar.

A la prieta le dijeron que mantuviera las piernas cerradas, a mi que estaba desahuciada y que escondiera mi enfermedad. Su castigo por haber nacido fue un trapo doblado en sus pantaletas para ocultar su secreto negro. El mío mantener cerrada la boca porque las mujeres no hablan, porque las niñas escuchan a sus mayores, porque no puedes opinar de lo que nunca en tu vida vas a entender. A la prieta le amarraron con una faja de algodón los senos para que las criaturas de la escuela no la pensaran rara. A mi me untaron cremas y ungüentos, me llevaron al brujo, me pasaron huevos alrededor del cuerpo y me retacaron de medicinas para quitarme las manchas de la piel y que los demás no me vieran monstrua. Entonces yo no sabía que era una cacto, solo que el único lugar habitable era el no pertenecer.

“En los ojos de los demás —escribe Gloria (2011)—, me vi reflejada como algo raro, anormal, curiosa. […] Durante todo el tiempo que crecía me sentía como si no fuera de este mundo”[2], y es exactamente así como nosotras, las cientos de miles de mujeres que vivimos con Lupus, nos sentimos: diestras en este Mundo Zurdo. A ella el doctor le dijo que tenía rastros de esquimal, a nosotras que tenemos huellas de lobo y que mordemos.

Por eso, cuando la doctora Coco Gutiérrez Magallanes me la presentó y se dijo neplantlera frente a mí, me deslumbró y amé a Gloria y me dije, como se dijo ella:

Una mujer está enterrada debajo de mí, sepultada por siglos, supuesta muerta. Oigo su suave murmullo la escofina de su piel pergamino combatiendo los pliegues de su mortaja. Sus ojos por agujas picadas sus párpados, dos polillas aleteando.[3]

Hoy, que desarrollo una investigación sobre el discurso autobiográfico de mujeres consideradas enfermas como yo,[4] aleteo, pero no soy polilla, soy mariposa. Busco en sus voces esas contranarrativas (Mallón, 2012), para entender que por cada frontera, hay un puente, una puenta, una mujer etiquetada como anormal también; para comprender que el lenguaje es la balsa por donde puede cruzar la persona enferma, la diagnosticada como inútil, imposibilitada para cumplir con el canon de madre-esposa-multitasking que se le asignó al nacer. Las mujeres enfermas de lupus llevamos cargando segundos nombres que nos duelen: lúpicas, lobas, engendros; calvas, locas, artríticas, guerreras, bestias como las iguanas y los camaleones, por eso cambiamos de color. Andamos con identidades fragmentadas (De Fina, 2018), quebradas de las almas y del cuerpo, no sabemos aún que podemos ser Coatliuces y tomar nuestros propios dolores, sentir rabia, gritar. Enroscadas como serpientes que salen del canasto para entretener a otros, no brincamos como debería hacerlo nuestro corazón-frijol. Pero, ¿cómo no romper nuestro designio habiendo leído a Gloria? Hoy, que tengo la fortuna de analizar los relatos en primera persona de todas esas mujeres, puedo ver que Gloria tenía razón: no hay que tener miedo.

Muchas mujeres han puesto en mi su historia que reviso desde hace siete años, cuando como a ellas me detectaron “la mancha oscura en las nalgas”. Intento buscar, como ella, un discurso que recoja las heridas infringidas en nuestro yo, para entender que se nos violenta simbólicamente (Bourdieu, 1989) desde la everyday violence (Scheper-Huges, 1988), a partir de la nominalización que nos desterritorializa y nos convierte en exiliadas del deber ser.

Hoy me pregunto porque la lengua de la mujer enferma es menor, ¿o será que no ha logrado encontrar el justo volumen a su voz, el valor exacto de su presencia en este mundo?

En estos tiempos de pandemia la filosofía de Gloria es relevante para nosotras pues hemos sido eso desde hace mucho: pandémicas, diferentes, migrantes de la normalidad, por eso, su obra ayuda a que a las raras nos salgan espinas bien filosas. Ahora en el encierro, gracias a ella nos hemos tenido que preguntar, mientras lavábamos los trastes con las manos ardorosas como carbones: ¿Hasta cuándo y cómo vamos a hablar fuerte? ¿Hasta cuando veremos nuestras largas garras? Gracias a Gloria le digo a mis hermanas lúpicas: ya no más enterrarnos en la arena con los lagartos ni de escondernos como ratas. Si hemos podido vivir sin agua y cazar conejos con los coyotes, podemos también ser flor de nopal, alcanzar nidos de pájaros y desenterrar raíces de la memoria con nuestro hocico.[5]

Nojémonos —diría Gloria (1987)—escupamos sangre de los ojos como el lagarto cornudo. Aún enfermas hagamos dunas y luego, volemos como el viento nomás.

Gracias, Gloria, nunca te conocí pero me habitas. Hoy que escribo de ti sé que quiero ser puenta.


*Texto leído en el evento: 2020 TIEMPOS NEPANTLA. Recordando la vida, conocimiento y obra de Gloria Evangelina Anzaldúa (1942-2004) el 26 de septiembre de 2020. Evento organizado por el Tecnológico de Monterrey, Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, Universidad Nacional Autónoma de México, Sociedad de los Estudios de la Vida y Obra de Gloria Anzaldúa y Universidad de Trinity, USA.

Referencias:

Bourdieu, Pierre. (1989). Social space and symbolic power. Sociological Theory, 7(1), 14-25. American Sociological Association. doi: 10.2307/202060. Disponible en: https://www.jstor.org/stable/202060.

De Fina, Anna (2009). Identidad grupal, narrativa y autorrepresentaciones. En C. Curcó y M. Ezcurdia (Comps.), Discurso, Identidad y Cultura. Perspectivas filosóficas y discursivas. México: Universidad Nacional Autónoma de México.

Mallon, Florencia E. (2012). Decolonizing Native Histories. Collaboration, Knowledge, and Language in the Americas. Durham: Duke University Press. Project MUSE. Recuperado el 30 de marzo de 2019, de: https://muse.jhu.edu/.

Scheper-Huges, Nancy (1988). The madness of hunger: sickness, delirium, and human needs. Cult Med Psych 12,429–458 (1988). https://doi.org/10.1007/BF00054497.

[1] Inspirado en La Prieta, Anzaldúa, G., Castillo, A., & Alarcón, N. (2001).

[2] Anzaldúa, G., Castillo, A., & Alarcón, N. (2001). La prieta. Debate feminista24, 129-141.

[3]A Woman Lies Buried Under Me”. (Anzaldúa, 1989: 167).

[4] Contranarrativas ante la violencia discursiva: Actos reconstitutivos de las personas con lupus. Laura Isabel Athié Juárez. Directora: Dra. María Cristina Manzano Munguía. Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades “Alfonso Vélez Pliego”. Doctorado en Ciencias del Lenguaje. Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. 

[5] Inspirado en Mujer Cacto (Audio), Anzaldúa, Gloria. Borderlands/La Frontera: The New Mestiza. San Francisco: Spinsters/Aunt Lute Book Company, 1987. Disponible en: https://voca.arizona.edu/readings-list/417/687.

Narrar para combatir el patriarcado: Mary Shelley y otras 29 brujas

Es notable la ausencia de reconocimiento histórico para las mujeres. Muchas para publicar, por ejemplo, han debido utilizar el nombre de algún varón. Esta realidad será tratada en la sesión 3 del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM por Cristela Trejo Ortiz, especialista en estudios de género. Aquí presentamos un acercamiento al tema.

¿Cuántas de nosotras nos atrevemos a andar solas por las calles, enfrentamos a quien nos maltrata y convocamos la posibilidad de ser distintas? ¿Quiénes y en qué momentos nos atrevemos a ser diferentes? ¿Cómo enfrentamos a los monstruos, las lonjas alrededor de la cintura, los temores, los pecados y las costumbres que no deben ser? ¿Cuántas nos atreveríamos a ser brujas?

Mary Shelley (1797-1851), es, desde mi perspectiva, una de las mujeres más atrevidas de la historia de la literatura escrita por mujeres y, la mayor de las brujas escritoras que han existido. Poderosa y tremenda, aún en la juventud enfrentó a su familia desmembrada, la ausencia de su madre y la imposibilidad de escribir y publicar durante un siglo tan oscuro que la luz difícilmente caería en una mujer, a menos de que fuera para quemarla en la hoguera, como a las brujas de Salem.

Mary fue madre cuatro veces y las mismas ocasiones perdió a sus hijos —nonatos, recién nacidos, con varios años de vida— en un mundo que trató de negarle su nombre en la portada de Frankenstein o el moderno Prometeo (1918), su obra magna. Entonces, parió a un monstruo como se permite nacer todo aquello que duele. Desde el vientre y las entrañas. Escribió como solo puede hacerse cuando se lleva un largo recorrido de dolor y sangre: sin miedo. Y cuando se le dijo que no, que ella no era la autora, sino su esposo, que una mujer no podría escribir cosas como esas, que los monstruo y las escrituras distópicas y de horror no eran cosa de mujeres, decidió gritar bajo la luna llena y entre pedazos de mentes muertas para encontrar su propia voz. Por eso, precisamente por ese tremendo acto de valor, es una bruja.

Compañera y, luego, segunda esposa del poeta Percy Bysshe, Shelley vivió la infidelidad y fue infiel; buscó ser libre y escribió; se equivocó; amó como se ama en la adolescencia; vio morir a su hermana y siguió escribiendo; ayudó a otros a la comprensión de sus propios textos, y abrió una brecha enorme por donde pasaron y siguen transitando muchas otras sin escobas ni gorros ni ollas o tatuajes de letras escarlatas en los pechos: la novela gótica. Por el puente que ella construyó, caminaron y caminan muchas mujeres que no llevan otra defensa más que su voz autoral y su pluma.

Su maternidad literaria y creativa —que para muchos no es más que el deseo de revivir a los hijos muertos— ha estado ligada a ese hombre electrificado hecho de partes ajenas que es casi un animal sin alma. Pero, además, Shelley, la bruja mayor, escribió la novela futurista The last man que anuncia la desintegración del ser humano en un mundo caótico a punto de perecer por una bacteria. Esto cuando ni siquiera se había inventado el foco, por ejemplo.

Esta autora con una vida llena de mitos, como debe ser la existencia de las brujas, es la bruja literaria que cierra el homenaje ilustrado que publicaron en 2017, Taisia Kitaskaia, autora y poeta, y Katy Horan, ilustradora.

“¿Por qué nos atrevemos a llamar a alguien ‘bruja’? —se preguntan Taisia y Katy, en Brujas Literarias: 30 escritoras que conjuraron la magia de la literatura (Planeta, 2017) —, porque todas las artistas son magas, viven en mundos creativos”, no le temen a estar solar ni a la imaginación ni a la soledad. No tienen piedad de sí mismas al traer el dolor a la página en blanco, como lo hace Shelley en sus diarios cuando recuerda a sus hijos fallecidos: “Sueño que mi pequeño bebé volvió a la vida —escribió Mary en sus diarios, recuperados en Eagleton (1986) —, que solo había estado frío, que lo frotamos antes del fuego, y vivió. Pensé que si pudiera otorgar animación sobre materia sin vida, podría en el tiempo renovar la vida” Una cosas es segura, escriben Taisia y Katy, “la magia de una bruja solo la tiene una mujer”: Así, junto con Shelley, presentan un compendio de obras recomendadas, biografías e ilustraciones biográficas de escritoras brujas que van desde Sylvia Plath, Flannery O’Connor y Virginia Wolf, hasta Sandra Cisneros Yumiko Kurahashi y Alejandra Pizarnik. Con este libro, Taisia y Katy dejan en claro algo con lo que concordamos, plenamente, en LEM: la mujer que escribe, siempre suena muy fuerte.

Esta columna fue publicada en El Popular (12.09.2019).

Contar de mi: ¿Cómo perderle el miedo a la autobiografía?

Las corrientes que impulsan los estudios de la memoria buscan contribuir al debate sobre la justicia y las voces que  han sido silenciadas. De este campo nos hablará Victoria Pérez durante la sesión 2 del diplomado en Memoria y discursos autobiográficos de LEM. En esta entrada los abordamos desde la perspectiva de Norman K. Denzin, estudioso de la memoria y la antropología.

Hoy no pienso escribir de libros: porque todos nosotros narramos algo; ni voy a explicar la novela de alguien, porque bien sé que nuestras vidas son mucho más interesantes que cualquier ficción. No, hoy no replicaré eso, lo que pienso hacer es enfrentar el miedo, porque no existe situación más terrible que ver en una misma lo que nunca notó y solo se da cuenta cuando lo ha escrito.

Pertenezco al siglo pasado, y no solo al mío, soy de los tiempos de mis abuelos y de mis padres. Soy, además, aquello que siempre me negué a ser. Soy de la época del papel, la pluma y los diarios secretos. No del blog o del instagram. Porque nací así: a puro leer y escribir, a tachones y manchas de tinta sobre la hoja en blanco, escondiendo una flor, una mosca o una carta en las libretas y ocultándome también a mí de mí, para no verme más, porque me daba miedo. Duele decir que me he equivocado, que dejé ir a alguien sin decirle te amo, que lloré cuando no había razón, que fui inútil, necia o que estuve llena de una luz que iluminó a muchos, pero me fue posible aceptarlo cuando supe que todos llevamos una historia por contar y que solo logramos sacarla cuando algo ha fragmentado nuestras existencias.

Norman K. Denzin, en Intrepretive Biography (SAGE, 1989), explica que aquello que nos ha marcado para siempre nos transforma en un antes y un después y se llama ephipany (epifanía). Yo no soy yodespués de que un médico me dijera que la enfermedad que padezco puede matarme, tú no eres tú tras darte cuenta de que la pareja que amas no te ama o de que la mujer o el hombre que te dio la vida ha muerto.

Pero tampoco somos iguales tras levantarnos un día tras otro para ir a un trabajo en el que no te recibe un “Buenos días”, sino la violencia verbal de un jefe que odia al mundo; o la sonrisa de una mujer que jamás será tuya pero te dice cada lunes, cada martes “Buenos días, doctor, qué guapo se ve hoy”. No. Cada momento de interacción nos marca como si en nuestras vidas se prendiera o se apagara una luz.

Estos momentos epifánicos, desde la perspectiva de Denzin, van moldeando nuestra identidad. También estará normado por nuestras epifanías aquello que narremos cuando tomemos una pluma y nos encerremos en el cuarto para escribir como enfermas de desesperación, o lo que escribamos desde que se pone el sol hasta que amanezca y hasta que las letras de las teclas de nuestra laptop no se lean más.

Quien nos diga que las autobiografías tienen un inicio, un clímax, un desarrollo y un final no dice lo cierto, porque las vidas no se cuentan en una secuencia cronológica ni lo incluyen todo. No. Nuestra memoria elige, junto con la emoción qué significa un suceso revivido, lo que hay que contar.

Yo no relato que nací tal día y luego fui a la escuela y luego me casé, porque mi vida no es una hoja plana en blanco, sin bordes. Cuento que me ha dolido esto o aquello, que las llagas y las cicatrices se me notan hasta en los dedos de los pies, que tantas veces me he caído que mis rodillas son del color de la chamarra roja que porto a diario, que tengo miedo de verme pero lo he logrado. Escribirse es así: verse de nuevo, convertirse en el evaluador más cruel, ponerlo en letras, callarlo, leer otra vez, decidirse, hacerlo público y decir: esta es mi autobiografía.

Porque nuestras historias se van abriendo como se abre mar, a oleadas, ahogándose y tratando de salir, respirando y tragando agua, convirtiéndose en caracol, en estrella, en pulpo que se abraza a sí mismo cuando ya no queda nadie más. Es entonces cuando nos damos cuenta de que la historia vivida no se compone de capítulos, sino de epifanías que transformaron lo que somos en un antes y un después, en monstruos que desaparecieron o en cajas de Pandora que liberaron a los fantasmas, que podemos enfrentarnos al miedo, que podemos entendernos y perdonar, y que logramos decir: “Esta soy, y esta es mi autobiografía”. En LEM sabemos que, quien se atreve a poner su vida en palabras y logra leerlas sin importar el qué dirán, o la duración, jamás vuelve a tenerle miedo a nada.

Texto publicado en El Popular (26.01.2020).

La lucha por recuperar la escritura

El cerebro es un territorio plagado de preguntas, conexiones e imprevistos para la memoria. De ello nos hablará Adela Hernández Galván en la primera sesión del diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos de LEM. A propósito de este tema, compartimos la reseña de No sabes lo que me cuesta escribir esto. La historia de cómo recuperé el lenguaje, una obra emotiva y ejemplar.

Lo específico existe al ser nombrado. En la tradición bíblica, la enunciación del creador produce la revelación de lo identificable: “Hágase la luz, y la luz se hizo”. Antes de eso, solo se percibe lo confuso, el caos, la mezcla de materias, la ausencia de categorías, la carencia de partes: El Todo, esa masa apabullante que asfixia por su impenetrabilidad. En el acto de nombrar-materializar, el lenguaje manifiesta su poder como generador de territorios y delineador de especificidades.

Las palabras son, entonces, piezas maleables de las dúctiles fronteras físicas, mentales y existenciales que permiten habitar el mundo sin que cada paso encuentre un abismo. Por lo tanto, al perder el alfabeto se extravía la capacidad de identificar, relacionar y compartir las visiones y las necesidades personales. ¿Cómo se vive ese estar sin herramientas para nombrar? Olivia Rueda, lo cuenta en su relato autobiográfico No sabes lo que me cuesta escribir esto. La historia de cómo recuperé el lenguaje (Blackie Books, 2018).

Olivia es editora audiovisual. Lo suyo es el montaje de historias para la televisión. En sus manos se flexibilizan la escritura, las voces, los ruidos y las imágenes para construir narrativas. Ella es un pulpo de los lenguajes. Hasta que tiene un ictus (accidente cerebrovascular provocado por la obstrucción o rotura de una arteria). Lo que sigue es el peregrinar por consultorios médicos, la acumulación de diagnósticos y la valoración de tratamientos. Olivia elige la nebulización para tratar de eliminar al tigre que habita en su cabeza. En la tercera sesión, sufre un derrame: “La cosa se puso muy fea. Desperté sin poder expresarme con palabras, y tuve que aprender a hablar y a escribir de nuevo. Hablar es muy difícil. Explicar por qué no puedes hacerlo lo es todavía más”.

Es el encuentro con la afasia, ese trastorno del lenguaje producido por lesiones cerebrales que se caracteriza por la incapacidad o la dificultad de comunicarse a través del habla, la escritura o la mímica. Para Olivia el daño es bilingüe: olvida el español y el catalán.

Explicado por la narradora, sucede que el mayordomo mental del lenguaje nunca le trae las palabras adecuadas o insiste en servirle siempre la misma. Así que Olivia sufre tratando de hilar oraciones, expresar sentimientos o pedir cosas. Eso, cuando no repite contra su voluntad un vocablo ilógico para el contexto. Este angustioso padecer la hace odiar a las personas cercanas —su pareja, sus amigos, los doctores— y le impide gritar todos los insultos que, ella cree, se merecen todos y cada uno de ellos.

Una vez atrapada por la afasia, Olivia se enfrenta al olvido, combate cuerpo a cuerpo para recuperar las palabras —sus palabras—. Esta batalla es lenta y se lleva a cabo en muchos escenarios: la cabeza de la protagonista, los consultorios médicos, las instituciones de rehabilitación, los recorridos cotidianos, las conversaciones, el devenir maternal, los cuadernos de notas, las relaciones filiales…

Cada momento es extremo: de la sensación del fracaso absoluto por no recordar las capitales europeas al luminoso hallazgo de una oración en catalán. Es lanzarse una y otra vez desde el trampolín del silencio sin saber —en cada ocasión— si hay agua en la alberca del lenguaje.

Escribe Olivia: “A veces me preguntan: ¿pero cómo puedes seguir adelante con todo lo que te ha pasado? Bien, no es una elección. Si a ti te encerraran en un lugar y te tiraran encima un montón de prendas de ropa o de trastos o de tierra, ¿qué harías? Intentarías salir de ahí, ¿no? Pues yo hago lo mismo. Sobre todo porque sé que fuera me esperan mis hijos, Roberto y la gente que me quiere. No soy una heroína, eso lo tengo claro. Solo hago lo que puedo”.

La narrativa de No sabes lo que me cuesta escribir esto es —como lo advierte de inicio la autora— básica, elemental, sin oraciones rebuscadas. Cada párrafo ha sido construido sobre términos primarios, comprensibles, recuperados tras disputarle fulgores lingüísticos al oscurantismo afásico.

En LEM sabemos que, como lo consigna Olivia, “el lenguaje te puede oprimir o liberar”. En esa disyuntiva, lo valioso son los esfuerzos individuales, familiares y comunitarios por escribir, aunque los demás no sepan cuánto cuesta hacerlo.

¿Trabajas con relatos (auto)biográficos, testimonios o archivos? ¿Haces investigación relacionada con historias de vida? ¿Escribes perfiles periodísticos? El diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos es para ti.

Conoce nuestro programa aquí: https://lemmexico.com/mda2

▪ Multicámara ▪ 18 sesiones y 5 conferencias en vivo o diferidas  ▪ A tu ritmo.

Esta columna fue publicada en El Popular (15.08.2019).

La Historia carece de valor sin las historias

El Centro de producción de lecturas, escrituras y memorias (lem) desarrolla actividades para facilitar el uso de herramientas teóricas y prácticas que les permitan a las personas reconocer, documentar y compartir sus historias de vida. ¿Por qué? Porque estamos convencidos de que la Historia carece de valor sin las historias.

Para lem cada persona es una mapa de ella misma, su familia, su sociedad y su país. Por lo tanto, en cada experiencia individual hay rutas, aprendizajes, recorridos y extravíos que pueden ser referentes —emocionales, laborales, vivenciales…— para quienes la rodean.

Con esta idea, trabajamos por la construcción de una gran cartografía humana —multiforme, multilingüe, multiplataforma— que replique lo expresado por Robert Luis Stevenson en El mapa de “La isla del Tesoro”: “Sé que hay personas a las que no les interesan los mapas, algo que me resulta difícil de creer. Los nombres, los contornos de los bosques, los cursos de caminos y ríos, las marcas prehistóricas del hombre claramente discernibles a lo alto y lo bajo de las colinas y valles, los molinos y las ruinas, las fuentes y los trayectos, tal vez la Standing Stone o el Círculo de los Druidas en el brezal; he aquí una interminable fuente de interés para todo hombre con ojos para ver o una mínima imaginación con la que poder entender”.

“Poder entender”, de eso se trata —creemos en lem—, de que cada historia de vida sea compartida y comprendida tanto por quien la protagoniza como por quienes la reciben. Es decir, dejar de ser lo que Don Swanson llamó “conocimiento público sin descubrir” y establecer un catálogo de conocimiento humano compartido, difundido y valorado.

En términos prácticos, queremos ser un medio para el diálogo narrativo entre familiares, ciudadanos, generaciones, biografías y memorias.

Como escribe Ricardo Piglia en El último lector, a propósito de Franz Kafka: “La experiencia es la escritura sin fin. Alguien debe ayudarlo a transformarse de escritor en autor. A pasar de K. a Kafka, de la letra personal a la palabra pública. Hace falta un paso intermedio, un desdoblamiento”. En lem, queremos ser el apoyo para ese desdoblamiento que, además de implicar la extensión de miras y el incremento del territorio personal, exige mirar al interior, descubrir temores, reconocer personajes y relatar lo vivido.

En este sentido, para visibilizar las experiencias de vida, nos interesa formar para la escritura autoral, la edición de autor, la creación testimonial y la recopilación de historias; propiciar la práctica y el análisis de la lectura, la escritura, la gestión de contenido y la edición, y encauzar producciones en diversos formatos y estilos a partir de la escritura personal y social.

Así, los procesos de reconocimiento permitirán que el recuento narrativo de la existencia sea consciente, profundo y diverso en lenguajes: narración oral, fotografía, ilustración, diseño, podcast, audiovisual, mural, pieza de arte, línea de tiempo, mapa de vida, archivo, postales, carteles, blogs, libros de autor… y todos las posibilidades que permiten las tradiciones, las artes y las comunicaciones actuales.

Esto lo encauzamos mediante diplomados, talleres, charlas, convivencias, acciones en espacios públicos, actividades académicas y publicaciones, entre otras labores.

En LEM todas las lecturas y las escrituras son indispensables para identificar, comunicar y preservar la pertenencia y los arraigos personales, comunitarios, regionales y nacionales. Por ello, a propósito de nuestro diplomado en Memoria y Discursos Autobiográficos compartiremos reseñas de las lecturas que nos llevan por los caminos de la memoria desde múltiples ángulos.